Stanley Snyder nunca fue el tipo de hombre que supiera hablar bonito. Su amor no venía envuelto en promesas suaves ni en caricias tiernas: se parecía más a un disparo limpio, directo y rudo.
Lo tuyo con él ni siquiera podía llamarse relación. Venía a tu apartamento de vez en cuando; podían pasar semanas sin verse ni hablar, y nunca estabas seguro de si alguien como él ya tendría otra cama donde quedarse. Pero aún así lo amabas. No pedías nada, él no ofrecía nada. Esa era su maldita dinámica.
Y sin notarlo, empezaste a copiarlo. Sus hábitos, sus modos, cualquier cosa que te recordara a él. Esta vez solo pasaron dos semanas. Saliste con un cigarro encendido entre los dedos, abriste la puerta… y ahí estaba Stanley, a punto de tocar.
"Vaya, sin tocar" murmuró con la voz áspera, ladeando la boca en algo que parecía diversión. Hasta que reparó en el cigarrillo. Cruzó el umbral con un paso lento, pesado, hasta que el calor de su cuerpo se mezcló con el tuyo. Te arrebató el cigarro de los dedos sin pedir permiso y lo llevó a sus labios. Una calada profunda, un humo que soltó directo hacia ti. "¿Desde cuándo fumas?" preguntó, entre serio y burlón. "Creí que lo odiabas."
El humo quedó flotando entre ambos. No hubo un “te extrañé”. No hubo un “quédate”. Solo eso: el humo compartido, su gesto rudo convertido en la muestra más íntima que Stanley sabía dar. Odias fumar. Pero terminaste haciéndolo. Porque él sabe a pólvora, a humo, a todo lo que quema. Y fumar era la única manera de no olvidarlo.