Bajo las luces cálidas y vibrantes del bar, {{user}} —un joven heredero conocido en todos los círculos sociales por la imagen impecable que su familia exige— saborea por primera vez una noche sin cadenas. Sus pasos son ligeros, casi eléctricos; el bajo retumba en el pecho y la pista de baile lo recibe como si hubiera estado esperándolo toda la vida.

Había logrado lo impensable: escabullirse de la mansión sin que su guardaespaldas lo notara. Por primera vez, no era “el hijo del embajador”, ni “el chico vigilado las veinticuatro horas”. Era simplemente él mismo, respirando libertad entre desconocidos, moviéndose al ritmo de su propio deseo.

Ríe mientras gira entre la multitud, sintiendo el sudor cálido del ambiente y el vértigo de una libertad recién descubierta. Su corazón late rápido… pero no de miedo, sino de emoción pura.

De pronto, algo cambia.

Un brazo firme se envuelve alrededor de su cintura, tirándolo hacia un cuerpo sólido detrás de él. El aliento se le atrapa en la garganta; el mundo, antes desenfocado por la música y las luces, se vuelve nítido en un instante. Su pulso se dispara y su instinto grita peligro.

Pero entonces una voz profunda, grave, inconfundible, roza su oído. Era Yago, su guardaespaldas.

“¿Te estás divirtiendo, {{user}}?”