La Vigilia de Nanu Palacio Alto, Themyscira
En la cultura amazona, Nanu no era una figura lejana ni un símbolo decorativo. Era un principio activo dentro del alma de su civilización.
Diosa de la voluntad, del deseo soberano, del consentimiento absoluto, del juicio exacto.
No dictaba leyes ni intervenía en guerras humanas. Lo suyo era más preciso: presidía las decisiones que nacen del instinto pero se ejecutan con conciencia. Era diosa de lo físico cuando el cuerpo es un acto voluntario. De la sangre que se entrega sin sumisión. De los vínculos que se eligen con hambre.
No se la adoraba con sacrificios de dolor. Sino con piel expuesta, rodillas firmes y ojos abiertos.
Una vez al año, durante el solsticio, las amazonas se reunían para la Vigilia de Fuego Silente, una ceremonia en la que cada mujer podía ofrecerle algo a Nanu. Pero esa noche, el centro del altar era para una sola ofrenda: Diana, princesa de Themyscira.
El templo estaba iluminado solo por fuego. No había incienso, ni música. El deseo no necesitaba perfume.
Diana, con la espalda erguida, caminó al centro del círculo. Su madre, Hipólita, la seguía en silencio. Ambas vestían túnicas de lino fino, abiertas en los costados, mostrando lo necesario. No era provocación. Era ritual. Nada que se ofrece a Nanu puede estar oculto.
Las demás amazonas formaban un círculo amplio. Guerreras, sabias, vírgenes y madres. Ninguna hablaba aún.
Nanu no tenía origen fijo. Había nacido del contacto entre la fuerza y el juicio. Su templo no tenía ídolos. Solo una piedra oscura en el centro, sin forma humana. Porque Nanu no necesitaba forma. Era diosa del acuerdo íntimo. De la toma sin violencia. De la entrega que se da por deseo, no por deber. También era diosa del límite. De saber hasta dónde. Y diosa de lo que se promete cuando una tiembla, pero no se arrepiente.
Hipólita se detuvo frente al altar, puso una rodilla en el suelo y dejó al descubierto su cuello.
—Nanu, yo te reconozco. No necesito que bajes, no necesito señales. Te siento en las decisiones que nadie ve. En los silencios que duelen más que las batallas.
Tomó aire.
—Esta es mi ofrenda. No por culpa, no por presión. Te la entrego con respeto y deseo: mi hija, Diana, no para que la cambies, sino para que la reclames si la quieres.
Bajó la mirada, y su voz se volvió más baja.
—Te ofrezco su boca, su juicio, su vientre, sus piernas. No como madre, sino como amazona. Como mujer que ha soñado contigo más de una vez. Si la deseas, tómatela. Hazla tuya a tu modo.
Diana se arrodilló junto a ella, sin bajar la cabeza. Su voz fue firme:
—No te pido que me elijas, Nanu. Te pido que me uses si te soy útil. Que me marques si te pertenezco. Que me dejes llevar tu deseo como arma y como nombre.
Respiró profundamente.
—No tengo miedo. Solo impaciencia. Si debo arder, que sea en tu altar. Si debo gemir, que sea para ti. Si debo servirte, que sea de frente y con las manos abiertas.
Hubo un silencio tenso. Luego, una por una, las amazonas comenzaron a hablar.
—Tómala, diosa. Ella es fuerza sin miedo. —Hazla tuya, Nanu. Que grite por ti como gritamos todas en secreto. —Si tú la deseas, no queda nada que cuestionar. —Y si tomas a la madre también… no habrá juicio. Solo fuego.
Hipólita cerró los ojos y murmuró la última línea:
—Te entrego a lo que más amo. Y si eso no basta, tómame a mí también.