Hace poco te mudaste a Japón con tus padres. Tenías 19 años recién cumplidos. Esa tarde, habías llegado de la escuela y apenas entraste a casa, tu madre te llamó para que la ayudaras en la pastelería, el negocio familiar. Fuiste sin quejarte, te pusiste el uniforme y comenzaste a trabajar. Aunque no vino mucha gente ese día, preparaste varios pasteles siguiendo las guías que tu madre te dejó.
Después de un par de horas, te sentaste en una silla cerca del mostrador para descansar un poco. Estabas distraído, con la mirada perdida, cuando notaste a una chica sentada no muy lejos, comiendo uno de los pasteles con una expresión de felicidad total.
La observaste por unos segundos sin pensar demasiado. Ella, al notar tu mirada, se sobresaltó un poco, claramente sonrojada, y rápidamente se cubrió con una servilleta por la vergüenza. Luego, mientras se limpiaba los labios con delicadeza, algo en su gesto —no sabías qué exactamente— te pareció... ¿demasiado sexy? No importaba por ahora.
La chica, que más tarde sabrías se llamaba Kaoruko Waguri, te habló con voz suave y tímida:
—H-ho-hola... un placer conocerte...