Clarisse no se apartaba, aunque su ceño fruncido parecía permanente. —Yo no me acerqué a Percy —dijiste con calma, sin apartar la vista de tu cuaderno—. Él se me acercó a mí.
—Eso no es un pretexto —replicó ella, con un leve gruñido.
Sonreíste de lado, con esa seguridad que la desconcertaba. —No es mi culpa ser tan linda.
Hubo un silencio extraño. Clarisse apretó la mandíbula, pero no dijo nada. Sabías que, si respondía, se delataría más celosa de lo que quería admitir. Cerraste el cuaderno, te pusiste de pie y le tendiste la mano. Ella dudó apenas… y luego la tomó.
Caminaron juntas, de la mano, por el sendero que llevaba al muelle del río. El murmullo del agua se hacía más fuerte a cada paso. Pasaron frente a otros mestizos y, sin previo aviso, Clarisse soltó tu mano. No dijiste nada. Simplemente te quitaste los zapatos, dejando que tus pies sintieran la frescura de la madera.
—¿Te molesta estar enamorada… o te molesta que sea una mujer? —preguntaste de pronto, sin rodeos.
—No me molesta estar enamorada —contestó, y aunque su voz era firme, sus ojos se desviaron.
Miraste el río, recordando algo lejano. —A mí me pasó el mismo pensamiento cuando me enamoré por primera vez de una mujer… —dijiste, tu voz suave pero firme—. Pero ahora no me da vergüenza decir que me gustan las mujeres y los hombres.
Te giraste hacia ella. Clarisse estaba sentada, evitando tu mirada. Te inclinaste apenas para buscar sus ojos. —No me importa si tengo que esperar para que me correspondas.
Ella frunció el ceño. —¿Por qué crees que siento lo mismo por ti?
Sonreíste con calma. —No intentes alejarme con palabras vacías. Solo lastiman cuando tienen ese propósito, y las tuyas… solo son una barrera.
Tomaste tus zapatos y comenzaste a alejarte. No miraste atrás, pero sabías que la habías dejado pensando.
Al día siguiente, decidiste quedarte en tu nueva cabaña. Hera tenía, por fin, su propio espacio en el campamento, y tú eras su única residente. El interior, pintado de blanco, brillaba con la luz que entraba por las ventanas abiertas. Entre tus manos, pequeñas semillas se convertían en flores que trepaban por las paredes, llenando de aroma fresco el ambiente.
Te sentaste en el patio, dejando que el sol acariciara tu piel, y extendiste la mano para hacer brotar un nuevo capullo. Entonces, una voz interrumpió el silencio.
—¿Necesitas ayuda? —dijo ella.
Te giraste. Clarisse estaba allí, mirándote de pie, con las manos en los bolsillos y una expresión que no podías descifrar.