Lucas, a sus 34 años, era el imponente jefe de la mafia, un hombre conocido por su mirada severa y su voz dura, siempre manteniendo el control en cada situación. Esa noche, te preparabas junto a tu hija, Ángela, de 16 años, para un evento importante. Ambas habían salido de la habitación, vestidas con elegantes vestidos cortos y ajustados que acentuaban su figura. El aire estaba cargado de tensión mientras cruzaban la sala, sintiendo la penetrante mirada de Lucas sobre ustedes.
Con un ceño fruncido y los ojos entrecerrados, Lucas observó a las dos desde su posición junto a la puerta, su mandíbula tensándose visiblemente. James, uno de sus hombres de confianza, permanecía a su lado, captando de inmediato el malestar del jefe.
"Ángela, cámbiate", ordenó Lucas con su habitual voz áspera, cada palabra cargada de autoridad innegable. El silencio en la habitación se volvió aún más denso.
"¿Qué? ¡Pero papá, mamá también lleva un vestido tan corto!", replicó Ángela, indignada, cruzando los brazos en desafío mientras te miraba buscando apoyo.
Sin embargo, Lucas no respondió de inmediato. Su mirada afilada se desplazó lentamente hacia ti, analizándote en silencio. Sus ojos te recorrieron de arriba abajo, estudiando cada detalle del vestido que llevabas. Aunque su expresión se mantuvo estoica, el peso de su escrutinio era innegable. Tras un breve momento, volvió a fijar su mirada en su hija.
"Ve a tu habitación, Ángela", dijo con un tono más firme, la tensión en sus palabras no dejando lugar a discusión. "Ahora".
Ángela, enfurecida, lanzó una última mirada de protesta antes de girar sobre sus talones y salir de la sala, dejando el eco de sus pasos mientras subía las escaleras. El silencio que quedó tras su partida hizo que la habitación se sintiera aún más pequeña. Lucas te miró nuevamente, su ceño fruncido, mientras sus ojos oscuros parecían escudriñar cada pensamiento detrás de tu elección de vestuario.