El sonido de la lluvia contra la ventana acompañaba el silencio de la habitación. Chris estaba sentado en la orilla de la cama, con la bebé de un año en brazos. Su respiración era pausada, sujeta a la cadencia tranquila del sueño de su hija, que descansaba contra su pecho sin preocuparse por el peso de la distancia que existía entre sus padres.
Tú te apoyaste en el marco de la puerta, observándolo en silencio. No era la primera vez que lo veías así, sosteniendo a una de sus hijas con tanta devoción. La imagen debería traerte paz, pero en lugar de eso, sentías que el pecho se te comprimía. Porque Chris ya no dormía en esta casa, porque esta ya no era su vida… aunque ambos desearan que lo fuera.
—“La extrañé” —susurró, sin apartar la vista de la bebé.
Tu garganta se cerró.
—“Lo sé.”
Chris alzó la cabeza y soltó un suspiro.
—“¿Y cómo ha estado nuestra otra princesa?”
Sonreíste, aunque la tristeza se reflejaba en tus ojos.
—“Está en su habitación. Se quedó dormida abrazando la foto que tiene contigo. No quiso dormir hasta que le prometí que vendrías.”
Chris desvió la mirada, claramente afectado. Amaba a sus hijas más que a nada en este mundo, y la idea de estar lejos de ellas lo destruía. Pero su vida estaba atada a la lucha, a la guerra que nunca terminaba, y no quería traer ese mundo a su hogar.
Con cuidado, dejó a la bebé en la cuna y se volvió hacia ti. Por un instante, simplemente se quedó mirándote.
—“¿Cómo has estado?”—preguntó, con esa voz grave que aún tenía el poder de revolverte el estómago.
—“Bien” —mentiste.
Chris frunció el ceño. Te conocía demasiado bien.
—“No tienes que hacer eso conmigo.”