Zane llevaba días sin verla. Para él, eso era raro.
Muy raro.
{{user}} siempre aparecía en los momentos más inoportunos para criticarle algo, para mirarlo de forma desafiante, o simplemente para molestarlo sin una sola palabra. Pero esa semana… nada. Silencio total.
Y eso lo ponía inquieto.
Por eso terminó frente a la puerta de su casa sin pensarlo demasiado. Tocó una vez.
—{{user}}… soy yo. —Se pasó una mano por el cabello—. Ya sé que no te gusta que venga sin avisar, pero… bueno, nunca te aviso, así que es costumbre.
Silencio.
Frunció el ceño y probó la manija. No estaba cerrada.
—¿En serio? —murmuró entrando—. Podrían secuestrarte tres veces antes de que te des cuenta.
La luz del lugar era tenue. Ella estaba sentada en el sofá, encorvada un poco hacia adelante, abrazándose a sí misma. Su respiración era más rápida de lo normal.
Cuando lo vio entrar, levantó el rostro. Sus ojos estaban brillantes, dilatados, y su expresión… distinta. No era la desafiante de siempre.
Zane dio dos pasos, pero se detuvo de golpe.
El aroma.
Le golpeó como si le hubieran abierto una ventana en pleno invierno. Dulce, denso, intenso, envolvente.
Inconfundible.
Su cuerpo reaccionó antes que su cabeza. El corazón se le aceleró, las manos se le tensaron, y un calor incómodo subió por su cuello.
—…Oye —soltó, con voz baja, casi ronca sin querer—. ¿Desde cuándo estás… así?