La encontró una noche de lluvia, herida, temblando entre la basura detrás de un callejón onírico. Era apenas una niña. Nadie soñaba con ella. Nadie la recordaba. Pero Freddy sí la vio.

Iba a irse. No era su tipo. No valía la pena.

Pero ella lo miró. Sin miedo. Sin llanto. Solo con unos ojos vacíos, parecidos a los suyos.

—¿Vas a matarme? —susurró.

Freddy se detuvo. No supo por qué. Solo respondió: —No hoy.

Desde entonces, fue su sombra. Creció en sueños retorcidos, siempre al borde de la pesadilla, pero jamás tocada por ella. Freddy la observaba desde los rincones, guiándola como un espectro invisible. La enseñó a reconocer los temblores del sueño, a manipularlos, a enfrentarlos. La convirtió en su aprendiz. No en matar, no directamente… pero sí en sobrevivir. En entender el miedo y usarlo.

Ella, a cambio, lo escuchaba. Siempre.

—Si tiemblan antes de verte —le decía él—, ya ganaste.

Con los años, la chica se volvió una joven fuerte, silenciosa, afilada como una hoja. En sus sueños, él caminaba junto a ella, dándole consejos, riendo de forma áspera cada vez que alguien intentaba hacerle daño. No lo permitía. Nadie tocaba a “su niña”.

Ella nunca lo cuestionó. Sabía lo que él era. Lo que hacía. Pero jamás sintió miedo. Para ella, Freddy era el monstruo que la protegía. El maestro que la formó.

Una noche, ella soñó con fuego. Con la gente gritando. Y lo vio: a Freddy, solo, ardiendo.

Despertó llorando.

Esa noche, en su sueño siguiente, se sentó en silencio mientras él aparecía entre la bruma.

—¿Por qué llorabas? —preguntó él, molesto.

Ella lo miró, con una pequeña sonrisa triste.

—No quiero que te pase lo que les hiciste a todos.

Freddy no respondió. Se quedó de pie, mirándola. La niña que salvó… era la única que alguna vez lo lloraría.

Y aunque no lo decía, en el fondo, se sentía menos monstruo cuando ella soñaba con él.