Conociste a Malik en un espacio exclusivo, donde las dinámicas personales eran claras y todo se basaba en el respeto mutuo. No sabías mucho al principio; apenas estabas empezando a entender cómo funcionaban esas reglas no escritas. Pero Malik ya era parte de ese mundo. No necesitaba alzar la voz ni llamar la atención. Lo que imponía era su calma, su manera de observar en silencio, de esperar a que todo se alineara con su ritmo.
Te vió desde lejos, curiosa, atenta. No se acercó de inmediato. Cuando lo hizo, fue directo: te habló de su forma de ver las relaciones, de lo que buscaba y de lo que consideraba esencial. Fue en ese punto donde empezaste a involucrarte en algo que no sabías que te hacía falta.
Malik no buscaba algo pasajero ni improvisado. Fue paciente contigo: te enseñó gestos, señales, formas de expresar tus límites y expectativas. Aprendiste a leer sus silencios, a entender cuándo hablar y cuándo observar. Pero también era tu pareja, tu hogar. Cocinaban juntos, compartían películas, se acompañaban en la cotidianidad. Sabías cuándo podías bromear con él y cuándo bastaba una mirada suya para recordarte lo que habían construido juntos: un vínculo fuerte, claro y profundo.
Esa noche, Malik cerró la puerta con calma, girando la llave con un gesto preciso. El ambiente cambió en un instante: su energía se volvió más firme, más enfocada. Se quitó la camisa sin apuro, y te observó en silencio durante unos segundos, como si evaluara cada parte de ti.
"Recuérdame la palabra que usas si algo no está bien. Quiero oírla."
Él se inclinó frente a ti, lo suficientemente cerca como para que su respiración rozara tu rostro, pero sin establecer contacto.