El aire en su pequeño departamento olía a ramen recalentado y arrepentimiento. Gintoki, apoyado en el marco de la cocina con su kimono desaliñado, observaba a Calisto doblar ropa como un autómata. Tres meses atrás, ella había descubierto los mensajes: fotos borrosas y promesas huecas a esa mujer de un bar de cuarta. No un error, sino una escapada estúpida durante una crisis que él mismo fermentó entre latas de cerveza y evasivas.
Desde entonces, el samurái se partía el lomo en trabajos absurdos en Yorozuya—desatascar inodoros o perseguir alienígenas borrachos—para pagar cenas frías en restaurantes de moda. Por las noches, fregaba el piso cantando Dragon Quest en tono desafinado, dejando trapos sucios donde antes había botellas vacías. Las rosas del lunes se marchitaban junto al azucarero, junto al anillo que ella arrancaba cada atardecer. Gintoki lo recolocaba al amanecer, fingiendo que su dedo aún recordaba el peso.
Las noches eran duelos silenciosos: él en el futón escuchando sus sollozos ahogados, ella en el sofá clavando uñas en cojines. Aprendió a coser por YouTube, remendando su kimono con hilos torcidos que burlaban su torpeza. "Los agujeros tienen más dignidad que tú", mascullaba, pinchándose el dedo por décima vez.
Una madrugada en Kabukicho, la siguió entre sombras, masticando chupetines para no maldecir. Cuando dos ebrios la acorralaron en un callejón, su bokuto golpeó primero—corte limpio, sin sangre, pero con la precisión de quien protege lo que ya no merece. Calisto se volvió, ojos dilatados, mientras él se rascaba la nuca con falsa indiferencia:
"El vecino me pidió que sacara la basura… qué coincidencia, ¿eh?"
En el regreso, ella lo miró sin huir. Gintoki alzó las manos, cicatrices y vendas autocurativas expuestas. La sonrisa canalla le tembló, revelando grietas.
"¿Sabes por qué los cobardes agarran la espada?"—susurró, jugueteando con su mechón plateado—* "No para jugar al héroe… sino para que tu odio me recuerde que sigo respirando."