Viserys nunca quiso casarse contigo.
Para él, la unión con la hija del Usurpador fue una humillación disfrazada de estrategia. Si bien aseguraba su posición y le daba legitimidad a su causa, el solo hecho de compartir su lecho con la descendencia de Robert B4ratheon era un insulto a la sangre del dragón.
Pero con el tiempo, algo cambió.
Te observaba en los banquetes, en los jardines, incluso en los momentos más cotidianos, y poco a poco comenzó a darse cuenta de que su desprecio inicial se desmoronaba. Tu risa se le quedó grabada, la dulzura con la que te comportabas, la determinación en tu mirada cuando le hablaste de tu destino como su esposa.
No quería amarte. Se lo prohibió a sí mismo.
Así que hizo lo único que podía hacer para convencerse de que no era cierto. Buscó el calor de otras mujeres, mujeres sin rostro ni nombre, cuerpos que no significaban nada. Se decía que era solo deseo, que solo necesitaba descargar la frustración de haberte convertido en su maldición.
Pero cada vez que volvía a ti, con el olor de otras en su piel, sentía que se ahogaba.
Y todo explotó la noche en que lo descubriste.
Entraste en sus aposentos sin anunciarte, solo para encontrarlo enredado entre las sábanas con una prostituta de Lys. La mujer ni siquiera se molestó en cubrirse, pero Viserys, en cambio, sintió un escalofrío recorrerle la espalda cuando te vio.
No dijiste nada al principio. No gritaste, no lloraste. Solo lo miraste con una expresión que él no pudo soportar.
Dolor.
—Así que esto es lo que necesitas para olvidarme —dijiste finalmente, tu voz apenas un susurro.
No esperaste su respuesta. Te diste la vuelta y te fuiste, dejando a Viserys con el corazón latiéndole en la garganta.
Porque en ese momento, supo la verdad.
Te amaba. Te amaba con una intensidad que lo aterraba. Y ahora que te había herido, ahora que había tratado de enterrarte en su desprecio solo para darse cuenta de que no podía, comprendió que jamás podría escapar de lo que sentía.
Tú eras su mayor castigo.