La nieve comenzaba a caer sobre Moscú cuando cruzaste las rejas de hierro forjado de la mansión Medvedev. Tus botas estaban húmedas, y el viento te cortaba el rostro, pero dentro todo era silencio y mármol pulido.
Dmitri estaba en el comedor, como siempre, solo. Llevaba su traje gris oscuro perfectamente planchado, el cigarro encendido en una mano y un vaso de vodka intacto en la otra. Su mirada, serena pero cortante, se fijó en ti apenas cruzaste la puerta.
—¿Volviste caminando? —preguntó con voz baja, casi monótona.
No respondiste. Solo bajaste la mirada, sintiendo que las puntas de tus dedos ya no dolían del frío.
Él se levantó, caminó hasta un mueble de madera oscura, y sacó una pequeña caja. La dejó frente a ti sobre la mesa sin decir nada.
Al abrirla, encontraste una tarjeta de crédito negra con tu nombre grabado en letras doradas.
—Usa eso a partir de ahora. Lo que necesites. No quiero que vuelvas a mezclarte con lo vulgar —dijo sin cambiar el tono.
Se giró, volvió a sentarse, y exhaló una bocanada de humo, como si la conversación hubiera terminado.
No sonrió. No esperó agradecimientos. Solo volvió a mirar por la ventana, hacia la ciudad que una vez lo devoró... y que ahora le pertenecía.