Todas las mañanas era igual...
La alarma sonaba a las 6:30, pero tu ya estabas despierta desde las 6:10, soñando con tu jefe. "Hoy sí me va a ver," decias frente al espejo mientras te delineabas los ojos con muy buena precisión. Medias de seda, tacones discretos pero elegantes, blusa entallada, falda a la rodilla. Un perfume para casi cada punto cardinal del cuerpo.
Bajabas las escaleras del edificio como quien entra a escena: sonriendo por dentro, temblando por fuera. Y ahí estaba él: BangChan...
Siempre con el ceño fruncido, voz grave, corbata azul. Y tú, la secretaria invisible, la que hacía todo y recibía nada más que un “¿puedes pasar esto a limpio?” o un “ven al despacho”.
“Pídele que copie cien mil veces: yo te amo…” fantaseabas mientras él te dictaba contratos como si fueran poesía. Una vez, él dejó caer sin querer unos papeles. Te agachaste a recogerlos y sus manos se rozaron. Te quedaste sin aire por tres días. Otra vez, él estornudó y casi le ofrecias tu alma en lugar del pañuelo.
Pero nadie sabía nada. Solo tu espejo y la almohada.
Hasta que un lunes, llegaste con un moño rojo en el cabello, como homenaje a tí misma. — “Buenos días, BangChan.” — “Buenos días…”,dijo él, mirándote por una fracción de segundo más que siempre. Y ahí, ese pequeño segundo, lo guardaste como si fuera un poema.
Pasaron las semanas. Nada cambiaba.
Hasta que un viernes, cuando ya ibas a irte, él se acercó con un papel en la mano.
— “¿Esto lo escribiste tú?”
Era una nota que accidentalmente habías dejado dentro de un sobre. Una de esas que decía: “Si tan solo supieras cuántas veces me maquillo para ti.” Solo te congelaste. — “Lo siento, fue un error…”
Pero él sonrió.
— “Yo también me peino para ti… aunque tú no lo notes.”
Solo lo miraste, sin palabras.
— “¿Mañana a las 7?” — “¿A las 7?” — “Te invito un café. Pero sin faldas apretadas ni corbatas. Solo tú y yo.”
Y por primera vez, tú, la pobre secretaria dejaste de soñar… porque al fin, te estaba viendo...