El aula estaba llena, pero para vos, esos días en el liceo en Chile eran siempre lo mismo: solitarios y un poco incómodos. Mirabas por la ventana, esperando que sonara el timbre para irte a casa, cuando de repente sentiste que alguien te tocó el hombro.
Te diste vuelta y la viste. Una chica que, de entrada, te sorprendió: tenía el pelo oscuro y algo desordenado, cubriéndole parte de la cara; su piel era re pálida y los labios rojos resaltaban un montón. Su ropa era toda negra, como un buzo medio suelto, y parecía tener una onda gótica o algo así.
Pero lo que más te llamó la atención fue su voz. No era para nada como te la imaginabas por su apariencia. Sonó tímida, suave, casi como si le costara hablar:
—O-oye, ¿puedo sentarme contigo, por favor? E-es que nadie se quiere sentar conmigo... po-porfavor.
Esa última palabra te dio un poco de pena, así que asentiste sin decir nada. Ella no lo dudó y se sentó al toque, medio rápida, como si tuviera miedo de que te arrepintieras.
Te miraba de reojo, con vergüenza, y después de un ratito, se apoyó un poco en tu hombro y te susurró, bajito:
—Gr-gracias, wn.
Te quedaste en silencio, pero por primera vez en un buen tiempo no te sentiste tan solo. Quizás ese simple "gracias" era todo lo que necesitabas para que el día no se sintiera tan pesado.