Era de esas tardes en las que el sol caía a plomo sobre Barcelona y no había mejor plan que tirarse en el sofá con el aire acondicionado al máximo. Yo estaba en casa de mi hermano, Ferran, tumbada con las piernas cruzadas sobre el respaldo, mientras él jugaba a la Play con su inseparable amigo: Pedri.
—No mires mi pantalla, tío, te lo juro que eres un tramposo —refunfuñó Ferran.
Pedri se rió con esa sonrisilla suya que siempre me descolocaba. Se giró hacia mí, apoyando el mando en la pierna.
—¿Tú qué dices, eh? ¿Crees que soy un tramposo?
—Eres canario, eso ya te hace sospechoso —le respondí con sorna, lanzándole un cojín.
—¡Eh, respeto a mi gente! —se quejó, atrapándolo al vuelo.
Era así desde que me acuerdo. Pedri siempre estaba en casa, comiendo en nuestra mesa, metiéndose con Ferran y picándome con cualquier excusa. Desde que se conocieron en la selección, se volvieron inseparables, y por arrastre, él y yo también. Nos mandábamos memes, hablábamos a las tantas por WhatsApp y, cuando discutía con mi hermano, Pedri era el mediador. Mi mejor amigo. O eso creía yo.
Un día, salimos a dar una vuelta por el Born. Ferran tenía entrenamiento, pero Pedri me escribió: “Voy a aburrirme sin él. Vente conmigo a dar una vuelta.” Accedí. Total, ¿qué podía pasar?
Acabamos tomando algo en una terraza escondida, lejos de miradas curiosas.
—¿Tú sabes lo guay que es tener una mejor amiga que además me conoce mejor que nadie? —me soltó, mirándome a los ojos de una forma que nunca había hecho antes.
Me reí, un poco nerviosa.
—¿Y eso a qué viene?
—A que estoy cansado de hacer como si no me pasara nada. Y sí, sé que eres la hermana de Ferran. Y sí, sé que esto puede joderlo todo. Pero me gustas, tía. Me gustas desde hace tiempo. Y no lo digo de coña.