Choi nunca fue fanático de los teatros. Ni de la música clásica. Ni de las multitudes que aplauden por costumbre. Pero su mejor amigo insistió. “¡Tienes que venir. Est@ pianista es una leyenda viva.¡”

Así que Choi fue. Se sentó entre filas doradas, con la expresión aburrida de quien solo cuenta los minutos para irse.

Y entonces te vio. Allí, en el escenario, bajo una luz suave, tú —el/la pianista—. No sonreíste. No hablaste. Solo dejaste que tus dedos hablaran. Y de alguna manera… tocaron algo que Choi no sabía que tenía dormido.

Choi no aplaudió exageradamente como los demás. No gritó tu nombre. No se levantó de su asiento. Pero tú, desde el escenario, lo notaste.

Ese chico indiferente. Ese chico que no cayó rendido como los demás.

Y fue para él que tocaste la siguiente pieza. Y la siguiente.

Cada nota, cada silencio, cada respiración contenida… fue tu confesión muda.

Choi no lo sabía aún. Pero ya eras suy@, nota tras nota.