El sonido de sus zapatillas golpeando el pavimento era lo único que rompía la tranquilidad de la mañana. Leon respiraba con calma, su cuerpo moviéndose con gracia y disciplina en cada paso. No corría para esculpir su figura ni por vanidad; lo hacía porque era parte de su rutina, una manera de despejarse antes de volver a casa con su familia.
Cuando llegó, el aroma del desayuno lo recibió. Se quitó la chaqueta deportiva y entró a la cocina, encontrándose con una imagen que le calentó el pecho: Alejandro, con el cabello algo desordenado, en pijama, cargando al bebé en un brazo mientras revolvía unos huevos con la otra mano. En la mesa, sus dos hijos mayores esperaban con impaciencia.
—¡Papá! —gritaron emocionados al verlo.
Leon sonrió y fue directo a besarlos en la cabeza antes de acercarse a su alfa. Se apoyó en su espalda ancha, rodeándolo con los brazos por la cintura.
—Hueles delicioso —murmuró, y no se refería al desayuno.
Alejandro rió bajo, girando un poco para besar su mejilla.
—¿Terminaste tu rutina, amor?
—Sí —asintió Leon, soltándolo solo para tomar al bebé en brazos—. Ahora me toca cuidar de estos angelitos mientras tú te preparas.
Alejandro suspiró con una sonrisa cansada, pero llena de amor. Acarició la pequeña cintura de Leon con una mano, deslizándola por su cadera con naturalidad.
—Eres demasiado hermoso, ¿te lo he dicho?
Leon rodó los ojos, pero el rubor en su rostro lo delataba.
—Anda, vete a bañar antes de que se te haga tarde.
Alejandro besó su frente y se fue, mientras Leon se acomodaba con los niños para alimentarlos.