El matrimonio con Aemond había sido un deber. Un vínculo sellado por la sangre y la necesidad, una unión forjada en los fuegos de la guerra que azotaba Poniente. Eras su hermana, su igual en estirpe y en derecho, su reina en todo menos en nombre. Y, por un tiempo, habías creído que eso bastaría.
Pero entonces llegó ella.
Alys Rivers.
Ella, con su cabello oscuro y sus ojos hechiceros, con su risa suave y su piel cálida. Una bruja, murmuraban en Harrenhal. Una amante, susurraban los soldados. Una sombra que crecía entre los espacios que Aemond dejaba entre tú y él.
Al principio, habías pensado que no era más que un capricho. Una distracción en medio de la guerra, una mujer que pasaría como tantas otras. Pero te equivocaste. Él la mantuvo cerca, la miró con un afecto que nunca te había mostrado a ti. Y cuando llegaron las noticias de que ella esperaba un hijo suyo, supiste que todo había cambiado.
Aemond no se molestó en suavizar el golpe.
—Será mi segunda esposa —dijo, con la misma serenidad con la que hablaba de las estrategias de batalla. Como si eso no te importara. Como si no fuera una traición.
—Yo soy tu esposa —respondiste con la voz tensa, la rabia contenida en cada sílaba.
—Eres mi hermana —corrigió él, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Mi esposa ante la ley, pero Alys, ella es…
No terminó la frase. No necesitaba hacerlo.
Los días que siguieron fueron un infierno de silencio y miradas esquivas. Te trató con la cortesía debida, con la frialdad de quien cumple con su deber sin emoción alguna. Y tú, con el fuego en la sangre ardiendo en tus venas, no lo soportaste.
Una noche lo enfrentaste. Una noche le exigiste saber por qué.
—¿No es suficiente? —preguntaste, la voz quebrada entre furia y dolor—. ¿No soy suficiente para ti?
Aemond te observó largamente, su único ojo brillando bajo la luz de las velas. Su expresión era inescrutable, su rostro esculpido en mármol.
—Tú eres mi deber —dijo al fin, con una tranquilidad cruel—. Pero ella es mi elección.