La casa West estaba impregnada de un olor dulce a mantequilla derretida y fruta fresca. El sol entraba por la ventana de la cocina, iluminando la mesa donde Simon, de apenas cinco años, golpeaba con su tenedor los bordes del plato mientras reía. Cillian, con las mangas arremangadas y el cabello algo desordenado por el vapor de la sartén, servía un montón de pancakes calientes. {{user}} ya había acomodado las fresas, los arándanos y un tarro de miel que brillaba como oro líquido.
Era una mañana como tantas. Risas, juegos, pequeños regaños cuando Simon quería hundir la cara en el plato, y el inevitable gesto serio de Cillian que se desarmaba apenas su hijo lo miraba con esos mismos ojos azules que él tenía.
"Papá, más fruta" pidió el pequeño, mostrando su plato con los ojos brillantes.
Cillian arqueó una ceja, serio como siempre, pero no pudo evitar sonreír al verlo tan emocionado.
"Eres igual que tu otro padre, nunca te llenas" dijo, lanzando una mirada cómplice hacia {{user}}.
El omega, con una taza de café en las manos, fingió indignación.
"¡Mentiroso! Yo no soy tan tragón."
Simon soltó una carcajada, repitiendo la palabra tragón como si fuera lo más gracioso del mundo.
El ambiente era tan cálido que parecía imposible que la oscuridad hubiera tocado alguna vez sus vidas. Todo era familia, risas, el crujido de la sartén y el olor dulce a miel. La mañana pasó tranquila. Salieron un rato al jardín, Simon jugó con su pelota, Cillian podó un poco los rosales y {{user}} leía en voz alta un salmo que resonaba suave entre los ladridos lejanos de los perros del vecindario.
La calma se rompió esa la tarde, cuando un llanto desgarrador atravesó la casa.
"¡Simón!" la voz de {{user}} fue la primera en reaccionar, dejando caer un libro sobre el sofá mientras ambos corrían por el pasillo.
El llanto venía desde la habitación del niño. Una puerta blanca con pegatinas de estrellas mal pegadas temblaba con el sonido de los sollozos.
{{user}} se quedó quieto en el umbral, el corazón acelerado. Cillian no dudó: entró con paso firme, y allí, en la pequeña habitación pintada de azul, encontró a Simon encogido contra la cama, sus manos chiquitas apretando los ojos, temblando.
"Shhh, hijo, estoy aquí" dijo Cillian suavemente mientras lo alzaba en brazos. El niño se aferró a su cuello.
"Papá…" balbuceó entre hipidos. "Papá, hay un niño… en mi caja…"
Cillian frunció el ceño y le acarició la cabeza, tratando de entender.
"¿Un niño dónde, Simon?"
"En mi caja de juegos… no quiere salir…"
Antes de que pudiera preguntar más, {{user}} habló desde la puerta con una voz baja pero firme:
"No es imaginación. Hay un niño allí."
El alfa levantó la vista, sorprendido. Sus ojos se cruzaron con los de {{user}}, que se inclinaba hacia la casita de juegos, esa pequeña estructura de tela con dibujos de nubes y ventanas falsas, puesta en una esquina junto a los juguetes.
Cillian sacó a su hijo de la habitación, llevándolo hacia el pasillo mientras trataba de calmarlo. Simon seguía llorando, señalando con su manita temblorosa hacia la caja.
Cuando regresó, encontró a {{user}} inclinado, hablando suavemente hacia el interior de la casita como si de verdad hubiese alguien allí dentro. Sus palabras eran un murmullo, casi una oración, pero con un tono que mezclaba ternura y autoridad.
El aire de la habitación se volvió extraño. Cillian lo sintió en la piel: esa pesadez típica de las presencias que no pertenecen al mundo de los vivos.
Finalmente, {{user}} se incorporó despacio. Al girarse hacia su esposo, la expresión en su rostro no era de alarma, sino de compasión.
"Es un alma perdida" dijo con calma. "Un niño que no sabe que ya no está aquí. Nada de qué preocuparse."
Cillian no respondió enseguida. Dio unos pasos hacia él, el ceño fruncido, la mandíbula tensa. No era el fantasma lo que le inquietaba.
Apoyó una mano sobre el hombro de {{user}} y lo miró a los ojos con esa gravedad que pocas veces se suavizaba.
"No es el espíritu lo que me preocupa" susurró. "Es que Simon lo haya visto."