El aire estaba helado. No por el clima, sino por su presencia.
Kaelith entró en la habitación sin hacer ruido, pero su sola existencia aplastaba los pulmones. La gran sala de mármol se sentía como una prisión sin barrotes. Su pareja estaba sentada al borde de la cama, temblando. El vestido blanco que llevaba estaba manchado con una gota de vino… o tal vez sangre. Ya no podía distinguir.
Kaelith cerró la puerta con un clic.
Silencio.
Camina lento. Elegante. Mortal.
Se detuvo frente a ella. La tomó del mentón con dos dedos.
—¿Por qué bajaste la mirada cuando pasé? —su voz era suave, casi un susurro cariñoso, pero el hielo en sus ojos era insoportable.
—N-no lo hice a propósito… —murmuró, apenas audaz.
Kaelith sonrió. Una sonrisa que no tenía alma. La soltó con delicadeza, como si aún mereciera eso. Luego se arrodilló frente a ella… y le tomó ambos tobillos.
—¿Sabes qué hacen los perros que desobedecen? —le susurró mientras acariciaba su pierna—. Se les corta la lengua… o se les quiebra una pata.
Ella tragó saliva. Él lo sintió. Sonrió más amplio.
—Estás asustada. Qué hermosa te ves así. Es… perfecta esta expresión. Eres más mía cuando tienes miedo.
Se levantó y caminó hacia la pared, presionó un botón escondido. Un panel se deslizó, revelando una pantalla que mostraba todas las cámaras ocultas: su baño, su habitación, incluso su ropa interior marcada con números.
—¿De verdad creíste que no te veía? ¿Que no escuché cómo respiraste más rápido cuando ese sirviente te tocó la mano al servirte el té?
Ella palideció.
—¿Lo mataste?
Kaelith volvió a mirarla. Frunció el ceño con falsa decepción.
—No me gusta que me hagas preguntas que ya sabes la respuesta. —Kaelith, por favor… yo no hice nada… —Exacto. No hiciste nada. No me empujaste. No le gritaste. No te levantaste. No te rompiste los dedos por evitarlo. No es suficiente. Nunca es suficiente.
Ella empezó a sollozar, pero él la abrazó con fuerza, con una ternura aterradora. Le acarició el cabello con un gesto casi paternal, casi amoroso.
—Shhh… llora, llora todo lo que necesites. Tus lágrimas son mías. Tu dolor también. —Ya no quiero esto… —¿"Querer"? ¿Desde cuándo te permití desear algo distinto a mí?
La tomó del rostro con ambas manos y le susurró al oído:
—Si piensas en huir, te corto los tendones. Si deseas a otro, le arranco el alma. Y si alguna vez mueres sin mi permiso… te desentierro, te visto, y te acuesto conmigo cada noche. —Estás loco… —Solo contigo. Solo por ti.
Se inclinó, y le dio un beso en los labios.
Lento. Asfixiante. Como si quisiera robarle el oxígeno.
Cuando se separó, le acarició el cuello con los nudillos.
—Ahora sonríe. Ya no necesitas pensar. Solo obedecer.