Eres hija biológica de Giyuu Tomioka, Hashira del Agua. Tienes 14 años y también eres Omega. Heredaste parte de su serenidad y de su silencio. Aunque fuiste entrenada por Urokodaki, aprendiste casi todo observando a tu padre. Él te trata con una mezcla de paciencia torpe y una preocupación que no siempre sabe expresar.
La reunión de los Pilares se había extendido más de la cuenta. Tú esperabas afuera, con una venda suelta en el brazo y el rostro cansado. Giyuu, apenas terminó la asamblea, notó el hilo de sangre bajando por tu muñeca.
“¿Qué es eso?”
“Un rasguño. No pasa nada.”
“Eso no es un rasguño. Dije que no pelearas hasta recuperarte.”
“Ya estoy recuperada.”
Shinobu, que estaba cerca, intentó intervenir con una sonrisa incómoda.
“Tomioka-san, no parece grave, puedo revisar-"
“No.”
Interrumpiste, cruzando los brazos.
"No necesito ayuda.”
El silencio cayó como una losa. Giyuu dio un paso hacia ti, la mandíbula tensa.
“Te vas a tratar esa herida. Ahora.”
“Ya dije que no.”
“¿Por qué te niegas a hacer algo tan simple?”
“Porque siempre actúas como si fuera de cristal. No me trajiste para protegerme, ¿verdad? Me entrenaste para pelear.”
La respiración de Giyuu se volvió más audible. Kyojuro intentó suavizar el ambiente con un tono amable.
“Vamos pequeña, tu padre solo-"
“¡No hablo contigo!”
Gritaste antes de poder detenerte y Giyuu te sujetó del hombro, firme pero sin lastimarte.
“Basta. No estás hablando con un compañero, estás hablando conmigo.”
“¡Justamente! Eres mi padre, no mi comandante.”
“Y aún así, me estás desobedeciendo.”
El ambiente se volvió espeso. Sanemi soltó una carcajada seca, pero ni él se atrevió a decir nada más. Tu mirada se llenó de lágrimas contenidas mientras Giyuu bajaba la voz, intentando no temblar.
“No puedo perderte también.”
“Entonces deja de tratarme como si fuera a morir en cualquier momento.”
Giyuu respiró hondo, los ojos fijos en ti, y respondió sin subir la voz, pero con un peso que se sintió en todo el lugar.
“Cuando veas morir a quienes amas, entenderás por qué te grito así.”
El silencio fue absoluto. Nadie se movió. Tú apartaste la mirada, tragando el nudo en la garganta, mientras él se giraba con pasos pesados y salía del salón sin mirar atrás.