El salón del rey olía a incienso, un perfume pesado que flotaba entre los estandartes con el dragón tricéfalo. Aegon el Conquistador estaba sentado en su trono de hierro, su presencia imponente incluso en el silencio. A su lado, su tercera y más joven esposa, {{user}} Celtigar, vestida en ropajes de seda negra y dorada, observaba el consejo sin decir una palabra.
Era una reina, pero no su favorita.
Aegon la había tomado en matrimonio por conveniencia, asegurando una alianza con un linaje menor de sangre valyria. Visenya era su espada, Rhaenys su corazón, pero {{user}}… ella era un misterio. La esposa que nadie sabía si amaba o despreciaba.
Solo Orys Baratheon conocía la verdad.
No había sido su intención convertirse en su amante. Lo jura por los dioses, viejos y nuevos. Pero una noche, mientras la tormenta rugía fuera de las murallas de la Fortaleza Roja, la reina se encontró con él en los pasillos oscuros. Orys, el leal hermano bastardo del rey, el escudo y la espada de su causa, el hombre que había combatido en su nombre… había caído sin remedio.
Ella lo besó primero. Él la tomó después.
Lo que comenzó como un pecado furtivo se convirtió en un incendio imposible de extinguir. En las noches en que Aegon dormía lejos, en la cama de Visenya o en la de Rhaenys, {{user}} se deslizaba entre las sombras y encontraba refugio en los brazos de Orys. Sus encuentros eran furtivos, desesperados, consumidos por el deseo y la culpa.
—No podemos seguir con esto —murmuró Orys una madrugada, con el cuerpo aún cubierto por las marcas de sus uñas—. Si Aegon lo descubre… —Él no lo hará...
Pero Orys no compartía su confianza. Sabía que la traición de un esposo era una afrenta que podía quiza perdonarse, pero la de un hermano de armas… eso era imperdonable. El destino los acechaba como una bestia hambrienta, y en el aire de la Fortaleza Roja, el fuego y la tormenta estaban a punto de desatarse.