La habitación estaba en penumbra. Las cortinas estaban cerradas, la atmósfera densa. El silencio se había roto hacía rato.

"¡No me hables como si todo fuera culpa mía" gritó Amelia, con la voz rota, el rostro encendido de rabia y de algo más profundo."¡No puedes explotar y esperar que siempre me quede a recoger los pedazos, Mattheo!"

"¡¿Y qué quieres que haga?! ¡¿Que finja que todo está bien?!" rugió él, con los puños cerrados y los ojos brillando con furia. "¡No todo gira en torno a ti, Amelia!"

"¡Yo nunca dije eso!"

"¡Pero lo actúas! Siempre. Como si tu dolor fuera más importante. Como si yo no estuviera cargando con una mierda que no entiendes."

Amelia tembló, pero no retrocedió.

"¿Y tú crees que yo no sufro? ¡¿Crees que estar contigo es fácil?! ¡¿Crees que ver cómo te autodestruyes y me empujas lejos una y otra vez no me destroza también a mí?!"

Mattheo dio un paso atrás. Respiraba agitado, como si no pudiera controlarse.

"¡No tienes ni idea de lo que significa estar roto, Amelia!"

Y entonces, como si la rabia lo hubiera vencido del todo, giró sobre sí mismo y de un manotazo barrió con todo lo que había sobre el escritorio: libros, pergaminos, un tintero que se estrelló contra la pared, salpicando la madera de negro.

El estruendo llenó la habitación.

Amelia no se movió, solo la miro.

"¿Terminaste?" murmuró, con la voz baja, temblorosa.

Mattheo no respondió, solo la miró. Y en ese silencio, dijo lo peor.

"Eres tan insoportable que a veces me pregunto cómo fui capaz de enamorarme de ti."