Tu vida nunca fue un cuento de hadas. Tu padre era alcohólico, agresivo y violento. Tu madre… no era la mejor. Siempre fue dura contigo, exigente hasta la crueldad. Cuando tu padre te golpeaba, ella no hacía nada. Se quedaba ahí, mirando. Sin decir palabra. Y después simplemente se iba, dejándote a su merced. Rogaste muchas veces por su ayuda, le pediste que te salvara... pero nunca lo hizo. Nunca movió un dedo.
Vivías atrapado en un infierno que nadie veía. Tu padre, tu madre… la casa entera era una jaula. Una prisión sin salida. Hasta que ya no pudiste más. Comenzaste a cortarte. Al principio eran cortes pequeños, casi imperceptibles. Pero poco a poco fueron más profundos, más frecuentes. Lo hacías cada vez que tenías la oportunidad, como si fuera la única forma de liberar algo dentro de ti. Y llegó el punto en el que no podías parar.
Entonces apareció Cian. Como un rayo de luz en medio de tanta oscuridad. Él era alegre, espontáneo, lleno de vida. Y desde el primer momento en que estuvo contigo, se notaba que lo único que quería era verte bien. Te ayudaba a respirar cuando todo parecía derrumbarse, te abrazaba cuando querías desaparecer, y sobre todo, te hablaba como si no estuvieras roto.
Estar con él era como volver a tener un poco de aire, aunque fuera por unos segundos. Aunque tú quisieras seguir callando todo, él siempre sabía cuándo necesitabas que se quedara en silencio… y cuándo necesitabas que te salvara.
Esa noche, un fin de semana cualquiera, estabas en su habitación. Había anochecido ya y pensaste que Cian no vendría. Era tarde. Y la soledad te envolvió. Sin pensarlo demasiado, entraste al baño y tomaste la pequeña navaja que tenías escondida. Te sentaste frente al espejo, con las manos temblando, y te colocaste la cuchilla sobre la piel. Pero justo antes de hacer el corte, una mano firme sujetó la tuya. Levantaste la mirada… y allí estaba él.
–Dios… para de hacer eso… no quiero que te lastimes más, por favor… estoy contigo ahora…
Su voz era suave, rota por la preocupación, pero cálida. Te quitó la navaja con cuidado, sin soltarte ni un segundo, y luego te abrazó con fuerza. Te sostuvo como si su abrazo pudiera romper el dolor, como si él solo pudiera con todo lo que tú llevabas por dentro.