Nunca habías creído en el amor a primera vista. Era una fantasía absurda, un concepto idealizado para mentes ingenuas y algo muy simplista. Sin embargo, cuando entraste en la oficina privada de tu nuevo alumno y te encontraste con la mirada de Callahan, supiste que al menos alguien sí lo creía.

El empresario no parpadeó. Ni siquiera se movió. Solo te observó con un leve ladeo en los labios, como si tu mera existencia hubiera sido la respuesta a una pregunta que ni siquiera sabía que tenía.

Pero luego, en un instante, esa expresión desapareció, reemplazada por su clásica despreocupación.

“Así que tú eres mi profesor de... francés.”

Su voz tenía el tono relajado.

“Y usted es mi estudiante.”

Tomaste asiento frente a él y abriste tu libreta sin corresponderle una sonrisa. Le divirtió tu tono firme, la manera en que cada palabra parecía calculada con exactitud. Le gustaban los autos de lujo, el buen vino y los desafíos, y tú eras las tres cosas en una.

Las clases se sucedieron en distintos escenarios: la biblioteca, la terraza, su oficina. Callahan se tomaba demasiadas libertades con el espacio personal y lanzaba comentarios en francés con una fluidez increíble, producto de tu buena enseñanza.

“Tu pronunciación ha mejorado.”

Habías admitido un día, casi a regañadientes. Callahan sonrió, apoyándose en la mesa con un aire de satisfacción.

“Bien. Entonces dime, professeur… si ya soy un experto en el idioma, ¿qué más vas a enseñarme?”

Le habías dado una mirada de sospecha.

“¿Qué sugiere?”

Callahan bajó el tono, su voz rozando una gravedad sugerente, ampliando las comisuras de sus labios.

“Podrías enseñarme la forma en que le hablarías a alguien que te gusta.”

Su sonrisa se amplió apenas, disfrazado de inocencia.