Minho siempre se reía demasiado fuerte cuando alguien hablaba de “esas cosas”. Le gustaba hacer chistes en los pasillos, palmear espaldas y sentirse invencible con el grupo de siempre. “No es odio”, decía, “solo es raro”. Y nadie lo contradecía.
{{user}} era invisible. Por decisión propia. Caminaba con la cabeza baja, cumplía con lo justo, se sentaba al fondo y nunca respondía cuando lo llamaban. No hacía falta. Las risas lo hacían por él.
Todo cambió un jueves, después de clases. Fue una conversación entre terceros, una frase mal dicha, un comentario que no debió escucharse. Y entonces, Minho lo supo. Supo que {{user}} era “uno de ellos”. Pero más que molestia… sintió otra cosa. Una punzada confusa, una chispa extraña que se instaló como un virus lento entre su pecho y su garganta.
La semana siguiente, lo buscó. No con rabia, no con insultos. Con algo peor. Con una sonrisa torcida y los ojos cargados de una falsa calma.
Cuando lo tuvo frente a él, con la puerta cerrada y el mundo reducido a cuatro paredes y una respiración temblorosa.
—No te confundas, ¿sí? Solo quiero saber cómo se siente… nada más