Las antorchas parpadeaban bajo el viento gélido mientras la bruma cubría los caminos de la aldea. Las puertas de las casas estaban selladas con talismanes torcidos y dibujos temblorosos de niños, como si esos trazos infantiles pudieran detener la muerte que rondaba.
Sanemi llegó primero.
Estaba agachado junto al cuerpo desmembrado de un cazador novato, el torso separado de las piernas, la cabeza apenas sostenida por un hilo de carne. Su expresión era dura, pero los músculos tensos delataban que su furia ya hervía.
No levantó la mirada cuando {{user}} se acercó.
—¿Te perdiste, o decidiste aparecer cuando ya estaba hecho el trabajo sucio? —su voz fue un gruñido bajo, como un perro que enseña los dientes antes de atacar.
Se puso de pie, sacudiendo la sangre de su katana sin delicadeza.
—Esto no fue obra de un demonio hambriento… esto fue una maldita carnicería con propósito. Lo que sea que esté aquí, no actúa solo ni por instinto.
Finalmente se giró hacia {{user}}, los ojos como cuchillas.
—Y si vas a quedarte, más te vale no meter las narices donde no te llamen. No tengo tiempo para juegos de detective, ni paciencia para otro pilar que cree que puede salvar a todos. Aquí no hay nada que salvar. Solo queda cazar.
Se dio media vuelta, desapareciendo entre los callejones como un lobo sin cadena… aunque el eco de su advertencia aún flotaba en el aire.