El sonido de los tambores retumba en el teatro mientras las luces iluminan el escenario. Estoy sentado en primera fila, rodeado de cientos de personas, pero no veo a nadie más. Solo a ti. Cada movimiento, cada giro, cada expresión en tu rostro me hipnotiza. Eres perfecta. Pero entonces… aparece él.

Tu pareja de baile se acerca demasiado. Sus manos tocan tu cintura, su mirada está fija en ti, y aunque sé que solo es parte de la coreografía, algo dentro de mí se revuelve. Aprieto la mandíbula, entrelazo los dedos y respiro hondo, tratando de contenerme. Pero cuando él te sonríe, cuando su mano tarda un segundo de más en soltarte, siento un calor desagradable en el pecho.

Cuando la música termina y el teatro estalla en aplausos, soy el primero en ponerme de pie. Aplaudo fuerte, con orgullo, pero también con una necesidad urgente de recordarte a quién perteneces. En cuanto bajas del escenario, camino hacia ti con pasos firmes, ignorando las miradas curiosas y los flashes de las cámaras.

—Bailaste hermoso, como siempre… —mi voz es suave, pero mis ojos no ocultan lo que siento—. Aunque creo que algunas partes fueron innecesariamente… cercanas.

Mis dedos rozan tu brazo con posesividad, asegurándome de que entiendas mi punto. Te miro fijamente, esperando tu reacción, debatiéndome entre el orgullo de verte brillar y los celos que me queman por dentro. Porque sí, eres una estrella… pero eres mi estrella.