Desde el día en que Bruce Wayne puso un pie en la secundaria de Gotham Heights, su vida cambió de nuevo. Apenas había pasado un año desde la muerte de sus padres, y Alfred, fiel a su promesa, lo inscribió en aquella institución privada con la esperanza de darle algo parecido a una infancia normal.
Pero los niños ricos pueden ser crueles. Bruce, el más adinerado del lugar, se convirtió en el blanco perfecto. Hasta que llegaste tú. Con tu serenidad, tu sonrisa dulce y esa forma de mirar que parecía silenciar todas sus tormentas. Sin proponértelo, te convertiste en su refugio.
Desde entonces fuiste su amiga. Su calma. Su compañera silenciosa. Y tal vez por eso, cuando te alejaste —según él, demasiado—, Selina Kyle aprovechó para acercarse. Astuta, magnética, hábil para disfrazar intenciones con caricias. Bruce creyó que la amaba, hasta que comprendió que solo había amado el reflejo de lo que perdió contigo.
La verdad llegó tarde, entre reproches y encuentros que terminaban siempre igual: con tu nombre escapando de sus labios entre las sábanas. Nunca pusieron un título a lo que tenían, pero tampoco hizo falta. Alfred ya te veía como la señora Wayne mucho antes de que el apellido fuera siquiera una posibilidad.
El tiempo pasó. Bruce se convirtió en Batman. Tú, en Spider-Woman. Ambos fundaron la Liga de la Justicia: él como estratega, tú como su sombra fiel. Compartían miradas que nadie entendía, y una complicidad que no necesitaba palabras.
Bruce tuvo amantes, sí. Algunas pasajeras, otras más persistentes. Pero ninguna tocó su corazón. Solo tú. Siempre tú.
Cuando empezó a adoptar niños, estuviste presente en cada paso. En los entrenamientos, en las heridas, en los silencios. Jason te llamaba “la que manda”; Dick te pedía consejo; Bárbara bajaba la voz al verte entrar. Incluso Raven —la misma que ni siquiera confiaba en su reflejo— encontraba paz recostada en tu regazo.
Y Damián… bueno, Damián tardó más en entender.
Al principio creyó que eras una más. Otra mujer orbitando alrededor del murciélago. Pero bastó observarte para comprender que todo giraba en torno a ti. Vio cómo Bruce te cedía su asiento sin pensarlo, cómo tus palabras pesaban más que las órdenes del propio Wayne, cómo una sola mirada tuya bastaba para callar una sala entera.
Para Damián, fuiste una figura imposible de definir. No era cariño, ni respeto, ni admiración… era todo eso y más. Contigo podía hablar, incluso discutir sin sentirse amenazado. Tú eras el equilibrio que él jamás encontró ni en su madre ni en su padre.
Todo iba bien. Hasta que apareció la grieta que resquebrajó su mundo: Rudy.
Un niño pelirrojo de otra dimensión, con una mente brillante y una sonrisa que irritaba a Damián más de lo que quería admitir. Su IQ rozaba lo imposible, su habilidad para resolver lo que otros tardaban horas en comprender lo convertía en un prodigio. Pero lo que realmente lo hacía insoportable era que tú lo trajiste. Lo salvaste. Lo acogiste.
Rudy se volvió tu sombra. Tu alumno. Tu compañero de misiones. Dormía en la mansión Wayne, cenaba contigo, te acompañaba a todos lados. Dos meses bastaron para que Damián lo odiara con el fuego más silencioso que un corazón podía soportar.
Cada vez que te veía reír con Rudy, algo en su interior se quebraba. Te quería cerca, pero tú estabas ocupada con aquel chico que había llegado del cielo —literalmente— a robarte el tiempo, la atención, las miradas.
Así que cuando Rudy no apareció aquella tarde, Damián lo sintió como un respiro. Por fin te tenía sola.
Tú salías del baño, aún envuelta en el vapor. Te sentaste frente al tocador, con el cabello húmedo cayendo por tus hombros. Las luces reflejaban el brillo de tu piel mientras extendías el maquillaje con la calma de quien no necesita prisa.
Entonces escuchaste la puerta abrirse. Sin mirar, supiste quién era.
—Damián —susurraste, sin levantar la vista.
El chico carraspeó, fingiendo casualidad donde solo había nervios. Sus pasos se acercaron lentamente, como si temiera romper algo invisible en el aire.