Helaenor no era un hombre que se rindiera fácilmente.
Desde el día en que tomó a {{user}}} como su esposa, la amó con devoción absoluta, la adoró, la cubrió de regalos y de atenciones. Pero también la hizo suya, una y otra vez, noche tras noche, con el mismo fervor del primer día.
Y con cada noche de pasión, con cada caricia y cada beso, su familia creció.
Primero fue una niña. Hermosa, frágil, su primer tesoro.
Luego otra. Y otra. Y otra.
Siete hijas en total, todas con nombres que él recordaba a la perfección: Jaehaera, Maegelle, Visenya, Rhaenaera, Daerys, Rhaelys y Elyanna porque cada una era una joya en su vida.
Pero en su corazón, Helaenor ansiaba un heredero.
No porque no amara a sus hijas, no porque no fueran dignas… sino porque en su sangre corría el fuego de los dragones, y él quería un hijo que llevara su legado, que montara un dragón, que hiciera temblar Westeros con su nombre.
Así que siguió intentando.
Y al final, su esfuerzo fue recompensado.
La noche en que su hijo nació, Helaenor sintió que el destino finalmente lo había escuchado.
Un varón.
Su primer hijo, su heredero, su dragón.
Cuando lo sostuvo en brazos por primera vez, sintió algo diferente. Era pequeño, frágil… pero también poderoso.
Era su hijo.
Y merecía un nombre digno de su grandeza.
Helaenor miró a {{user}}, agotada pero hermosa, su reina, la madre de sus hijos, y con la voz firme y solemne de un príncipe T4rgaryen, pronunció el nombre que había esperado toda su vida para decir:
—Lo llamaremos Aelor.