{{user}}, una talentosa patinadora artística sobre ruedas, tenía una rutina sagrada: cada tarde, después de la escuela, se dirigía a la cancha de su barrio para practicar. A esas horas, el lugar solía estar desierto, con apenas el eco de sus movimientos acompañando la música que sonaba en sus auriculares. Ahí, entre giros y saltos, encontraba su propio mundo, lejos del ruido y las miradas ajenas.

Pero ese día, algo era distinto.

Al llegar, notó que la cancha no estaba vacía. Un chico patinaba con una habilidad impresionante, pero su estilo no era como el suyo. No había giros gráciles ni elegantes piruetas; en su lugar, había velocidad, potencia y precisión. Se deslizaba como una ráfaga de viento, impulsándose con fuerza y tomando las curvas con una destreza que delataba su experiencia.

Intrigada y algo molesta por tener que compartir su espacio, {{user}} dejó su mochila en un banco y comenzó a calentar, observándolo de reojo. Él también la notó.

Cruz mientras el estaba en la cancha, aún en movimiento mientras la analizaba con una sonrisa burlona.