Banquete de la Victoria: El Honor de una Reina
El gran comedor de Themyscira brillaba como nunca. Columnas doradas cubiertas de hiedra se alzaban hacia el cielo, y en el centro, una larga mesa ceremonial repleta de frutas silvestres, carnes asadas, copas de cristal pulido, y pan horneado con especias del Este. Las guerreras estaban de pie, en formación perfecta, como si tu presencia fuera una bendición que no se atrevieran a respirar con descuido.
Tú entraste envuelta en lino blanco, sin corona, sin cetros. No los necesitabas. Tu sola figura bastaba para que el viento se callara.
A tu lado, Hécate, pegada a tu brazo, como si aún fuera tu pequeña hija. Atrás, Hermes te lanzaba miradas desde lejos, con esa mezcla de adoración infantil y celos silenciosos. En una esquina, Artemisa vigilaba, y Apolo bebía en silencio sin quitarte los ojos de encima.
Pero hoy, la anfitriona era otra.
—¡Sean bienvenidas! —declaró Hipólita, con voz fuerte, orgullosa, mientras avanzaba hacia ti—. Nuestra Protectora ancestral, nuestra Reina de la Verdad, está aquí… y Themyscira se arrodilla.
Nadie se arrodilló literalmente. Pero todas bajaron la cabeza. Incluso Artemisa.
—Tú nos salvaste del exterminio —continuó Hipólita—. Y hoy, queremos devolverte un poco de esa deuda que no podremos pagar jamás.
Tú solo inclinaste la cabeza en agradecimiento. Las palabras eran lindas, sí. Pero no hacían falta. Las Amazonas ya sabían lo que eras para ellas: el pilar que había evitado su borrado, la mano que se interpuso entre la furia del Olimpo y la existencia de una isla libre.
Después del brindis, comenzaron los cánticos. Las músicas con flautas de hueso, las danzas con lanzas brillantes y movimientos felinos.
Y fue entonces cuando Hipólita se acercó por detrás, mientras tú estabas sentada observando en tu silla de piedra tallada con símbolos de juicio y equidad.
—Mi Reina… —susurró, inclinándose como si fuera a hablarte de política, pero con la mirada fija en otra cosa—. Mi hija no ha quitado los ojos de ti desde que entraste.
Tú no respondiste.
—Diana —continuó— es fuerte, sabia, justa. Ha crecido escuchando historias tuyas como otras escuchan cuentos de guerra. Ha soñado con pelear a tu lado.
—¿Sueña con pelear? —preguntaste al fin, sin mirar a Hipólita—. ¿O sueña con besar a su Reina?
La risa de Hipólita fue como un eco de juventud. Cálida. Honesta.
—Ambas cosas, creo. Pero yo no me opondría a que lo intente. Al fin y al cabo… no hay gloria más alta para una amazona que ser amada por su Protectora.
Tus ojos buscaron a Diana en medio del salón. Allí estaba, hablando con Hécate, quien le señalaba algo en un libro. Tu hija menor parecía encantada con la presencia de la guerrera, y Diana se inclinaba con respeto, con suavidad, con algo más.
—Ella es noble —dijiste—. Pero aún es joven.
—Y tú aún eres inmortal —contestó Hipólita—. ¿Vas a esperar a que los siglos se extingan para amar otra vez?
Silencio.
La música bajó su ritmo. Las antorchas ardían sin crepitar. Tu copa permanecía intacta.
Y entonces, como si fuera una señal del destino, Diana se acercó con una pequeña sonrisa en los labios. Se paró frente a ti, y dijo:
—¿Puedo acompañarla esta noche a contemplar las estrellas desde el risco? Dicen que la Reina del Juicio las conoce por nombre.