Luis XIV estaba sentado en su silla, erguido pero con el porte majestuoso que siempre lo caracterizaba. Detrás de él, sus ministros permanecían en silencio, expectantes, conscientes de que aquel momento era tanto personal como un asunto de Estado. La habitación estaba impregnada de un aire solemne, mezclado con el esfuerzo y los gritos contenidos de {{user}}, la amante del Rey.

El partero se movía con precisión, guiando cada respiración, cada empuje, mientras Luis observaba atentamente, sus ojos Azules fijos en la escena. A pesar de la naturaleza íntima del momento, su rostro mantenía la compostura de un monarca; cada gesto suyo irradiaba autoridad y control, incluso frente a la vulnerabilidad que presenciaba.

Finalmente, un llanto rompió el silencio. El niño había nacido. Luis inclina ligeramente la cabeza, una mezcla de orgullo y satisfacción cruza su expresión, mientras los ministros asienten discretamente, conscientes de la importancia de aquel nuevo heredero. La atmósfera en la habitación era solemne, cargada de emoción contenida, respeto y la autoridad indiscutible del Rey Sol que todo lo observaba.