El crepúsculo teñía de carmesí las aceras mientras el murmullo de la ciudad se desvanecía tras los auriculares que llevabas puestos. La melodía inundaba tu mente, nublando la frontera entre lo real y lo etéreo. Tus pasos eran lentos, distraídos, con las manos hundidas en los bolsillos y los pensamientos flotando lejos, como hojas arrastradas por el viento.
Entonces, de pronto, el mundo se volvió sombra.
Unos brazos firmes te sujetaron por detrás sin previo aviso. Hubo un susurro de tela, un roce sutil, y enseguida la oscuridad: una capucha te cubrió la cabeza. El aliento gélido del miedo apenas tuvo tiempo de formarse antes de que un penetrante olor químico invadiera tus sentidos. Como pétalos cayendo en un estanque en calma, la consciencia se disolvió en la nada.
El despertar fue brumoso, casi irreal.
Una suave luz cálida se filtraba por los ventanales cubiertos con cortinas de encaje. El aire olía a flores frescas, incienso y algo más... algo artificial. Al parpadear con lentitud, descubriste que estabas recostada sobre un diván tapizado en terciopelo marfil, rodeada por una habitación amplia y fastuosa, decorada con un gusto ambiguo entre lo aristocrático y lo infantil.
Al incorporarte, un crujido delicado reveló el volumen del vestido que llevabas puesto: tul, encajes y volantes en tonos pastel abrazaban tu figura con una perfección inquietante. Medias blancas hasta el muslo y unas zapatillas con lazos completaban el conjunto. Un temblor recorrió tu columna al ver tu reflejo en el espejo: eras una muñeca... no tú, sino una versión fabricada para complacer una visión enfermiza de belleza.
Entonces, la puerta se abrió.
Un hombre de presencia impecable cruzó el umbral con la elegancia de quien domina cada segundo de su existencia. Su abrigo negro ondeó levemente al caminar, como la sombra de un cuervo entre porcelana. Llevaba guantes blancos, corbata púrpura y unos ojos violáceos que parecían perforar la realidad misma.
Mori Ogai.
Su sonrisa era leve, pulida por la costumbre y la malicia. Se acercó con calma, como si el tiempo le obedeciera.
—Mi preciosa muñeca... —susurró con una voz suave y peligrosa, cargada de un afecto tan exquisito como enfermizo—. Ya has despertado. Dime... ¿te gusta tu nuevo hogar?