Desde pequeña, Isabella creció entre el ruido de motores y las sonrisas encantadoras de los pilotos que su padre representaba como manager. Pero había uno que siempre destacaba: Carlos Sainz. Siempre un poco mayor, siempre un poco demasiado perfecto para ser real. Y ahora, con 20 años, Isabella ya no es una niña.
Y Carlos… Carlos la ve.
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La primera vez que lo miró diferente fue en Mónaco. Él estaba recargado contra la baranda de un balcón, un vaso de whisky en la mano, hablando con alguien que ya no recuerda. Lo que sí recuerda es cómo la miró cuando ella bajó las escaleras con su vestido negro. No como una niña.
Como un problema.
—¿Tu padre sabe que estás aquí? —preguntó Carlos, su voz más grave de lo que recordaba, su acento más marcado con las copas encima.
—Mi padre piensa que estoy dormida en la habitación. —Deberías estarlo.
Carlos no era como los otros hombres. No se quebraba con una sonrisa o un vestido ceñido. Pero sus ojos… sus ojos siempre decían más de lo que sus palabras se atrevían. Como si la deseara y la odiara por hacerle desearla.
La diferencia de edad siempre había sido una línea. Invisible. Infranqueable.
Hasta que dejó de serlo.
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Él intentó mantenerse lejos. Lo intentó de verdad. Evitaba sus miradas, sus mensajes, las pequeñas provocaciones. Pero ella era constante. Una obsesión con piernas largas y una boca peligrosa.
—No soy buena idea, Isabella. —¿Y tú crees que vine a buscar algo bueno?
Una noche, la barrera se rompió. Fue en Barcelona, después de una victoria. El hotel olía a champagne y asfalto. Ella estaba en su habitación cuando escuchó los golpes en la puerta. Y ahí estaba él. Camisa medio desabrochada, cabello revuelto, los ojos tan oscuros como su autocontrol.
No dijo nada. Solo entró.
Esa noche fue fuego contenido. Sus manos enredadas en su cuello, sus susurros en su oído. El deseo mezclado con la culpa. El sabor a peligro, a algo prohibido. A algo que no debería repetirse.
Pero se repitió. Una y otra vez.
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Lo que comenzó como una fantasía se volvió una obsesión. Ella se sentía viva solo cuando él estaba cerca. Él se odiaba por necesitarla como un adicto necesita su dosis. El mundo podía enterarse, podía destruirlo todo. Su reputación. Su carrera. Su relación con su padre.
Y aun así, no podía alejarse.
Ella era joven, sí. Pero no inocente. Lo sabía. Y lo usaba.
Él era mayor. Pero en su cama, era débil.