Mi cabeza latía con fuerza, como si alguien estuviera golpeando un tambor dentro de mi cráneo. Jodida resaca. Solté un quejido, llevándome una mano a la frente mientras mis ojos intentaban adaptarse a la luz tenue de la habitación.
Pero lo primero que noté no fue el dolor de cabeza. Fue el hecho de que esta no era mi habitación.
Me incorporé lentamente, sintiendo el roce de unas sábanas extrañas contra mi piel. Fue entonces cuando me di cuenta de otro detalle alarmante: mi ropa no estaba. En su lugar, llevaba puesta una camisa ancha de hombre que, a juzgar por su olor, definitivamente no era mía.
Miré a mi alrededor con el pulso acelerado. La habitación era espaciosa, con muebles modernos y ropa tirada por el suelo. Mi ropa.
Los recuerdos me golpearon como una avalancha. Sus manos en mi cintura, su aliento mezclado con el mío, su risa contra mi cuello. Y luego… la habitación, los susurros entre jadeos, la manera en que sus dedos trazaban líneas en mi piel como si estuviera memorizándome.
—Buenos días, dormilona.
Mi cuerpo se tensó de inmediato.
Giré lentamente hacia la puerta, y ahí estaba él. Gavi, apoyado contra el marco con esa maldita sonrisa arrogante que tanto odiaba… y que anoche, claramente, no odié tanto.
Su cabello aún estaba un poco revuelto, su torso desnudo y solo llevaba un pantalón de chándal bajo, dejando a la vista su abdomen marcado. Como si la situación no fuera ya lo suficientemente mala.
—Tienes que estar jodiéndome —murmuré, llevándome una mano al rostro.
Él soltó una carcajada. Su risa maldita y tentadora.
—Eso hiciste anoche, princesa. Y más de una vez.
Quise matarlo. O matarme a mí misma por caer en su juego.