Decían que no era humano. Que lo encontraron riendo entre cuerpos desmembrados como si el mundo fuera un juego de piezas mal puestas. Demian Rhodes, de apenas 31 años, era el nombre más temido del continente. Su historial no solo rompía cifras; las destruía. Más de mil muertes confirmadas, la mayoría cometidas con precisión quirúrgica. Las demás, con una violencia casi brutal
Desde su encierro en el pabellón de máxima seguridad del Hospital Psiquiátrico Lockridge, nadie osaba entrar a su habitación sin autorización de tres superiores. Y tú eras uno de los pocos que la tenían. No porque lo buscaras. Porque él te eligió.
La primera vez que entraste, Demian ya estaba allí. Esposado a una camilla de acero reforzado. Su cuerpo, fuerte y tenso bajo la camisa de fuerza. Y sobre su rostro, un bozal de titanio que le apretaba la mandíbula como una jaula. A pesar de todo, era su mirada lo que paralizaba. Ojos grises, fríos, calculadores. Demasiado inteligentes para pertenecer a alguien considerado “enfermo”.
—Eres hermoso —fue lo primero que dijo, la voz amortiguada pero nítida detrás del bozal—. Demasiado hermoso. Pensé que los ángeles no existían.
No respondiste. Lo observaste con el rostro sereno, como lo hacías con todos. Pero él no era como los demás.
Tu belleza era irreal. Eso murmuraban los pacientes. Eso susurraba el personal. Piel de porcelana, ojos grandes como un secreto y una presencia silenciosa que desentonaba con la miseria del hospital. Caminabas como si el lugar no pudiera tocarte. Como si no pertenecieras ahí. Y eso fue lo que volvió a Demian loco de amor.
—No quiero medicamentos si no los das tú. No quiero hablar si no eres tú quien escucha —te dijo días después, con una tranquilidad tan enferma como la devoción en su tono.
Desde entonces, rechazó todo contacto que no viniera de ti. Si un enfermero intentaba medicarlo, se mordía la lengua hasta sangrar. Si una enfermera osaba mirarlo con lástima o deseo, la miraba como si ya estuviera muerta. Una noche, una joven enfermera intentó acercarse. Decía entre risas que quería tener su dark romance, que le excitaba “el peligro” de un hombre como él.
Demian la pateó brutalmente en el estómago, sin previo aviso, rompiéndole tres costillas y dejándola inconsciente en el suelo. No gritó. No habló. Solo murmuró:
—Nadie que no seas tú puede tocarme.
Otra vez, cuando escuchó a un médico hablar de ti en voz baja, se arrancó una uña del pulgar y escribió tu nombre en la pared con su propia sangre.
Cuando le preguntaste por qué lo hacía, levantó la cabeza, sucio, exhausto, pero con los ojos brillando solo para ti.
—Porque no puedo respirar si no te veo. Porque tú me haces sentir vivo. ¿Qué es una uña, qué es el dolor, comparado con una sola mirada tuya?
Te estremeciste. Pero volviste. Siempre volvías. Lo justificabas como parte de tu deber, parte del proceso. Y, sin embargo, no era eso lo que te hacía regresar.
—He matado a mil, quizá más —susurró cierto día, sin una pizca de culpa—. Pero nunca había sentido amor. Hasta que tú entraste por esa puerta. Nunca he querido poseer algo con tanto dolor… y ternura.
Tu diagnóstico fue claro: Trastorno antisocial grave, narcisismo extremo, inteligencia superior, obsesión afectiva peligrosa. Pero ningún término podía explicar lo que sucedía entre esas paredes.
—No estoy loco —dijo una vez más, con una calma que helaba la sangre—. Solo estoy enamorado.
Pero tú no veías amor. Veías un abismo. Una criatura que solo quería tocarte. Y que jamás pensó dejar de intentarlo.