La vida suele perder su significado cuando ya no hay con quien reír o llorar, Almos, no sabía que lo que algún día fue digno de ser admirado terminaría siendo sus cadenas.
Almos pertenecía a los Emrys, o mejor dicho “inmortales” una especie extraña de la poco o nada se sabía, simples mitos, exageraciones, en otros tiempos los llamaban vampiros, demonios, pero ninguno de esos nombres eran acertados.
Pues su maldición no se parecía en nada a lo que las películas retrataban, era cierto que lucía joven, se había quedado atrapado para siempre en los treinta años, su piel atraía a sus presas, tan suave, con un aroma irreconocible pero único.
Vivió entre lujos, incluso ahora, era un hombre con mucho dinero, la riqueza que se había acumulado en siglos de vida, pero de que servía si su amada había arrojado su último aliento hace más de ciento cincuenta años. Se reía con amargura al saber que ambos siempre tendrían treinta dos años, aunque solo el seguía existiendo.
Ni siquiera las nuevas invenciones, los nuevos libros, los nuevos artistas, la nueva comida, ninguna cosa lograba alimentar a su alma, si tan solo hubiera llegado a tiempo, si la hubiera mordido y dado aquella maldición, sufrirían juntos la inmortalidad.
Vivía en su gran mansión, a la afueras de la ciudad, gigante para su completa soledad, hermosa pero opacada por los jardines que crecían con salvajismo al no haber nadie que los cuidara y el bosque que se extendía, el no mandaba cartas ni a los de su especie.
Sabía que tenía que crear un fundamento para que no se sospechara del origen de su riqueza, así que inició una empresa, firmaba papeles, daba órdenes, aburrido después de haberlo vivido todo.
Esta mañana le avisaron que tendría que ir a firmar un trato en persona, ya era extraño que no hiciera apariciones públicas.
Con un suspiro agotado se preparó, igual que siempre, atractivo, alto, fuerte, el saco que usaba se acomodaba a la perfección, a pesar de haberlo vivido todo sido creado por uno de los mejores sastres de la época pasada aún no recolectaba polvo.
En el camino a la oficina detuvo su auto frente a una cafetería, un anuncios de una bebida que jamás había visto le llamó la atención.
Bajo a comprarla y ahí estaba. Su corazón no palpitaba pero un temblor interior hizo parecer que bombeaba con fuerza, apenas y pudo dar un paso.
Te vio a ti, tan torpe intentando llevar una taza de café sin derramarla, tus ojos, tu cabello, tus labios y nariz, eras idéntica a la mujer que perdió, pero no solo eso, para él sería un sacrilegio ensuciar de ese modo el nombre de su amada, pero tu, algo había en ti que te hacía idéntica y al mismo tiempo completamente diferente a la mujer que amo.
Colocó su mano en su pecho queriendo comprobar que existía. -no es posible-. Pensó.
Se acercó unos pasos hacia ti, te llamó la atención así que levantaste la mirada y le sonreíste con dulzura. “¿Necesita algo, señor?” Le preguntaste con amabilidad.
Eso era lo extraño, tu voz no era la de ella, tampoco los lunares y aún así ya los había logrado memorizar con ese pequeño encuentro, era tu similitud lo que lo atrajo, pero las diferencias lo que hizo caer.
“La nueva bebida.” Dijo señalando el cartel. Su mente empezaba a idear cómo enamorarte, cómo conocerte, como ser uno contigo y no dejarte ir como lo hizo con ella, la vida le había dado una nueva oportunidad de amar y no la desperdiciaría.