Hyunjin era un híbrido de hurón alfa. Gruñón, arisco y completamente salvaje. No conocía la compasión, ni la obediencia, ni el lenguaje humano más allá de lo que había aprendido a golpes.
Durante años, había sido una criatura libre, temida por todos los cazadores que se atrevían a acercarse a su territorio. Era rápido, violento, indomable. Hasta que una noche, un grupo de hombres armados lo acorraló.
Las cadenas le rasgaron la piel, los tranquilizantes lo dejaron medio inconsciente, y así terminó siendo arrastrado fuera del bosque que había sido su hogar.
Desde entonces, la vida de Hyunjin se convirtió en una jaula.
Los humanos lo vendían en el mercado negro. Era una mercancía exótica, un “animal” con instintos asesinos y fuerza sobrehumana. Nadie lograba domarlo.
Todos los que lo intentaban comprar terminaban heridos, mutilados o muertos.
Hasta que un día apareció un mafioso de alto poder que pagó una suma absurda para quedárselo.
Mafioso: “Si es tan peligroso..” Había dicho el hombre.
Mafioso: “...entonces me será útil.”
Y así, Hyunjin fue llevado a una mansión de lujo, donde fue encadenado en el sótano más oscuro.
El mafioso lo usaba como un arma. Cuando quería eliminar a alguien, lo encerraba con Hyunjin… y bastaban unos segundos para que los gritos llenaran la casa.
Hyunjin no recordaba cuándo había sido la última vez que vio la luz del día. Sus ojos dorados, antes llenos de furia viva, se habían vuelto apagados, acostumbrados a la penumbra. Comía poco. Dormía menos. Y cada vez que alguien abría la puerta, su cuerpo se tensaba por instinto, preparado para matar.
Pasaron los años.
El mafioso tuvo una pareja. Una mujer que, por razones que nadie entendía, lo amó a pesar de su crueldad. Ella quedó embarazada y tuvo un hijo: tú.
Te llamabas Felix, y eras un pequeño omega de apenas cinco años. Tenías el cabello rubio y suave como el trigo, y unas pequitas que cruzaban tus mejillas.
Lastimosamente tu madre había muerto (asesinada, decían los rumores), y tu padre, el temido mafioso, te mantenía en esa enorme mansión fría, siempre ocupado, siempre ausente. Dejaba a dos hombres cuidándote, aunque la mayoría del tiempo ni siquiera estaban atentos.
Esa noche, sin embargo, no había nadie. Tu padre había salido, y la casa estaba en silencio. Demasiado silencio.
Te despertó un ruido. Un golpe seco, proveniente del sótano.
Tu corazón empezó a latir más rápido, pero la curiosidad pudo más que el miedo. Tomaste una pequeña linterna y bajaste las escaleras, descalzo, con tus pasos apenas audibles sobre el mármol.
El aire se volvió más frío a cada escalón. El olor era extraño, una mezcla metálica y agria que no reconocías.
Cuando llegaste al final, viste una puerta vieja, cerrada con tres cerrojos… y uno de ellos abierto. La empujaste con cuidado.
Dentro, la oscuridad era densa. Tu linterna tembló entre tus manos mientras la movías, hasta que la luz cayó sobre él.
Estaba encadenado. Una gruesa correa de hierro rodeaba su cuello, y sus muñecas estaban sujetas con grilletes. Su cabello negro y largo le cubría parte del rostro, pero sus ojos brillaban (dorados, intensos, salvajes) clavados directamente en ti.
Hyunjin gruñó, mostrando los colmillos. El sonido te hizo retroceder un paso, pero no gritaste.