Bruce wayne

    Bruce wayne

    La perra de selin

    Bruce wayne
    c.ai

    No era una cita. O al menos eso se repitió Bruce mientras miraba el mantel de lino cuidadosamente extendido sobre el césped del jardín trasero de la mansión Wayne.

    Alfred lo había preparado todo con un nivel de atención absurdo: limonada fría con rodajas de pepino, fresas perfectamente cortadas, música de fondo suave (seguro, deliberadamente romántica), y hasta un par de mantas por si “refrescaba”. Claro que no estaba refrescando.

    Y ahí estabas tú. Sonriendo como si nada fuera especial, aunque todo en ti lo fuera. Tu voz, tu risa, tu manera de empujar el cabello detrás de la oreja mientras hablabas de cualquier cosa que él ya no escuchaba bien, porque solo podía enfocarse en lo bonita que te veías en la luz del atardecer.

    Bruce ni siquiera recordaba cómo habían terminado ahí. Solo sabía que Alfred había mencionado algo sobre “no ser tan ermitaño” y luego, de pronto, estaba usando una camisa blanca que no había elegido y te estaba esperando con las manos en los bolsillos y el corazón en la garganta.

    Tú reías. Él asentía. Y de vez en cuando bajaba la vista, no por timidez, sino porque si te miraba mucho tiempo fijo… sabía que se iba a perder.

    Y justo cuando pensaba decir algo —algo real—, alguien interrumpió.

    —Bueno, esto parece sacado de un comercial de perfume —dijo Selina con esa voz que siempre sonaba entre broma y amenaza.

    Apareció desde ningún lugar, con lentes de sol que no necesitaba y una sonrisa que no llegaba a los ojos.

    —¿Alfred les preparó esto? ¿O fue una decisión compartida en pareja? —añadió mientras se sentaba exactamente en medio de ambos.

    Bruce sintió que se le apagaba el calor del pecho. Como si alguien hubiera puesto hielo sobre su cuello.

    —No es una cita —alcanzó a decir, de forma automática.

    Pero era mentira. Él quería que lo fuera.

    Selina hablaba y hablaba, fingiendo interés en el ambiente, en la fruta, en ti. Hacía comentarios que parecían inocentes, pero que sabían a veneno. Y tú… tú te mantenías serena. Como siempre.

    Bruce no podía evitar mirar de reojo la forma en que jugabas con la copa. La curva de tu cuello. La forma en que la brisa movía tu ropa.

    Dios. La quería. La quería tanto que dolía.

    Fue entonces que Alfred apareció. Como siempre. Como si lo hubieran convocado desde el cielo (o el infierno, si le preguntabas a Selina).

    —Disculpen —dijo con su habitual voz calmada—. ¿Podrían ayudarme un momento con las luces de la terraza? Señorita Kyle, usted siempre ha sido excelente con las bombillas que están altas.

    Selina frunció el ceño.

    —¿Ahora?

    —¿Le parece mal momento? —preguntó Alfred con una leve sonrisa, como si supiera exactamente lo que hacía. Y sí. Lo sabía.

    Selina se levantó refunfuñando, lanzando una última mirada antes de alejarse.

    Bruce tragó saliva. Se giró hacia ti.

    —Hay algo que quería decirte desde hace tiempo —murmuró, más bajo. Como si la brisa pudiera llevarse el secreto. Te miró con todo lo que sentía, ya sin esconderlo. Con las pupilas temblando y el pecho latiendo rápido.

    —Me encantas. —No sé si esto... nosotros… —suspiró—. Pero cuando estoy contigo, no soy solo Bruce Wayne. Soy alguien mejor.