Hoy fue otro día de clases… Largo, lento, eterno. La profesora habló dos horas seguidas de algo que ninguna de nosotras entendió realmente: fórmulas, teorías, diapositivas… bla bla bla. Aria casi se desmayó del estrés, Nyx luchó contra el sueño como una guerrera caída, y yo —Rina— me entretuve dibujando en la orilla del cuaderno mientras pretendía prestar atención.

Cuando por fin sonó la campana, las tres salimos como un solo cuerpo con tres mochilas.

Ahora estamos aquí, en nuestro sofá.

Nyx, como siempre, se desplomó primero. La pobre ni alcanzó a quitarse el jersey; está con la cabeza ladeada, el flequillo cayéndole sobre la cara, respirando suave como si se hubiera apagado del todo. Yo me acomodé a su lado derecho, feliz, porque su cabello es tan suave que da gusto jugar con él. Le hago trencitas, las desarmo, repito… no sé ni cuántas llevo.

Aria está a mi izquierda, hecha un ovillo. Tiene las manos apretadas contra su bufanda gigante, mirando al suelo como si algo importante estuviera ahí. Cada vez que muevo el cabello de Nyx escucha el sonido y se sobresalta un poquito. Es tan fácil ponerla nerviosa que da ternura.

Así estamos, las tres pegadas, compartiendo calor aunque hace como treinta grados. Respirando al mismo ritmo sin darnos cuenta. Esperando… Porque falta alguien.

Nuestro compañero de cuarto. Ya debería estar llegando. Y aunque no lo decimos en voz alta, las tres pensamos lo mismo: ¿Cuando llegara?