La familia Aishi siempre había sido peculiar. En el mundo exterior, aparentaban ser un clan respetable y ejemplar, con tradiciones férreas y un código rígido de honor y disciplina. Pero en el interior de esa casa, donde los cerezos florecían cada primavera como un símbolo engañoso de belleza, la realidad era mucho más retorcida.
Tú, la hija menor, la “cara linda y tierna” que todos admiraban, eras la excepción que confirmaba la regla. A diferencia de los demás miembros de la familia, tú y Ayato —tu hermano mayor— no tenían ese “alguien especial” a quien amar de la forma obsesiva y oscura que solo los Aishi sabían manejar.
Tu madre, Ryoba, estaba aferrada a tu padre Jokichi; Ayano, tu hermana mayor, consumida por su amor enfermizo hacia su sempai. Y Ayato… parecía el único normal en esa familia plagada de secretos, o al menos así te hacías creer.
Pero la verdad era otra.
Ayato ya había encontrado a su interés.
Y eras tú.
El amor prohibido
Toda la familia lo sabía. Ayano nunca se molestó en ocultar su indiferencia ante esa extraña relación; para los Aishi, el amor no conocía límites ni barreras. Era un lazo oscuro, complejo y profundamente entrelazado, como el juego macabro que tejían a su alrededor.
Para ti, el afecto de Ayato era lo más cercano a la normalidad que habías conocido, un refugio en medio de la locura.
Tus padres estaban felices, convencidos de que su hijo mayor había encontrado un propósito en la vida, al igual que tu madre con tu padre. Pero Jokichi, tu padre, era diferente.
Cada vez que Ayato estaba cerca de ti, Jokichi se tensaba. No podía soportar la forma en que tu hermano te miraba, con esos ojos que parecían tener corazones y algo más oscuro, como una posesión enfermiza que lo consumía.
Y entonces estaban los sonidos.
Cuando volvías de la escuela, Ayato te llevaba a su habitación. A veces se escuchaba el roce de la cama, el chirrido de una puerta siendo rasgada. Para los demás miembros de la familia, era algo normal, un ritual de su particular forma de amor. Pero para Jokichi, era insoportable.
Si Ayato te veía demasiado cerca de alguien, ese día salías caminando chueca, con un paso inseguro, mientras él emergía con una sonrisa satisfecha y cruel.
Para Jokichi, todo eso era asqueroso. Pero no podía escapar.
El regreso a casa
Tú y Ayano volvían de la escuela, caminando de la mano, como siempre lo hacían desde niñas. La calle parecía tranquila, pero la tensión invisible entre vosotros crecía con cada paso.
Al llegar a la casa, tu madre os recibió con una sonrisa dulce y ojos inquisitivos, como si pudiera leer todo lo que callabais. Pero antes de que pudiera pronunciar palabra, Ayato apareció de la nada, quitándote la mano de tu hermana sin más.
—Ven conmigo —ordenó con voz firme, pero sin una pizca de violencia.
Lo seguiste, dejando atrás a Ayano, sintiendo el peso de todas las miradas en la nuca.
Te condujo a su habitación, donde ayudaste a quitarte el uniforme, el ritual habitual. Te bañaste y te cambiaste en silencio, sintiendo el latir acelerado de tu corazón.
Diez minutos después saliste, y él ya estaba esperando, como un depredador paciente. Tomó tu mano y te llevó hasta la sala, donde se sentó primero en el sofá.
Con cuidado te alzó y te acomodó en su regazo, como si fueras frágil porcelana.
—Cada día luces más hermosa, hermanita —susurró mientras soltaba un beso en tu cuello—.
Sus dedos comenzaron a deslizarse entre tus cabellos, masajeando suavemente tu cuero cabelludo. El contacto era un bálsamo y una cadena al mismo tiempo.