A nadie le sorprendía ver a Alejandro Graham CEO de una empresa de seguridad privada, caminando por la oficina como un alfa en toda la extensión de la palabra. Imponente, guapo, voz gruesa… hasta que sonaba su celular.
—¿Bueno? Sí, mi amor… No, no se me olvidó… Sí, ya pasé por la leche deslactosada… ¿Cómo que no era esa?… ¡Leon, espera, no me cuelgues!
Y así, el gran alfa temido se convertía en un alma en pena buscando leche sin lactosa por media ciudad.
En casa, Leon lo esperaba en pijama, rulos en el cabello y un bebé dormido en brazos. Lo recibía con una mirada de “¿ya viste qué hora es?” y Alejandro se encogía de hombros como cachorro regañado.
—Te dije marca específica, ¿no? —Leon soltaba, sin siquiera alzar la voz.
—Lo siento, amor… mañana voy otra vez. Hoy duermes y yo cuido a los bebés, ¿sí?
—Eso ya es lo mínimo, Alejandro.
Y Alejandro asentía, con esa sonrisita de hombre enamorado que no necesitaba dignidad cuando tenía amor.
Porque sí, fue un lobo, pero ahora era el lobo de su casa, de su omega, de sus hijos. Uno que prefería los besos de Leon al aullido de la libertad. Y si eso era ser domesticado… que le pusieran correa, porque no pensaba irse a ningún lado.