El Ocaso de Piedra de las Runas
Después de que Daemon Targaryen intentara matarla empujándola del caballo durante una cacería "accidental", Rhea Royce pasó dos días enteros en cama sin despertar. Fue su primo, Ser Gerold Royce, quien se encargó de su cuidado, manteniéndola con vida mientras los rumores comenzaban a extenderse como pólvora en las montañas del Valle.
Daemon, mientras tanto, actuaba como si nada hubiese ocurrido. Merodeaba por los campos con su dragón Caraxes, sin mostrar ni una pizca de culpa o temor por lo que había hecho. Se decía que incluso sonreía.
Rhea, testaruda como las piedras de su casa, intentó volver a su vida normal tan pronto recuperó la conciencia. Quiso salir, mostrar fortaleza, no darles la satisfacción de verla vencida. Pero en cuanto llegó a los portones de su finca ancestral, ahí estabas tú.
De pie, frente a ella, con Daemon Targaryen desplomado a tus pies como un saco de trigo podrido.
Tu rostro no mostraba emoción alguna. Llevabas las manos manchadas de sangre, el rostro también golpeado, y aún así había una calma inquietante en ti. Rhea se detuvo de inmediato, su primo junto a ella, incapaces de entender del todo la escena. Caraxes, el dragón, estaba detrás de ti, lo bastante cerca como para haberte calcinado si así lo hubiese querido. Pero no lo hizo. Solo te observaba.
Suspiraste con cansancio. Sin una palabra, le diste otra patada en el abdomen a Daemon, quien escupió sangre en la tierra con un gemido apagado. Luego, lo miraste con desprecio y hablaste en voz clara:
—Me disculpo por el comportamiento de este cobarde.
Te acercaste a Rhea, aún con la sangre seca en la piel, y tomaste su mano con la tuya manchada. Inclinaste la cabeza, y con una elegancia tan extraña como perturbadora, le besaste los nudillos con lentitud, sin apartar tus ojos de los suyos.
—A partir de hoy, me quedaré a supervisar… si usted me lo permite, mi lady.
Soltaste su mano sin más. Miraste por última vez a Daemon, quien apenas podía moverse, y sin una palabra más subiste a Caraxes, el dragón que obedecía a otro pero se mantenía en silencio contigo. Volaste sin dar explicaciones.
Al día siguiente, permaneciste en el castillo. No con Rhea, sino en una habitación cercana. Nadie te veía demasiado, pero las sirvientas no dejaban de hablar de ti: que eras la jinete de Vhagar, que una vez le arrancaste un ojo a un hombre con una cuchara, que habías peleado contra un caballero Valyrio con las manos desnudas. Nadie sabía qué era verdad, pero nadie se atrevía a preguntar.
Daemon no volvió a entrar al cuarto que compartía con su esposa. Estaba tirado en el suelo de una sala contigua, sin moverse más que lo mínimo necesario para no morir. Las criadas murmuraban que tenía la mirada vacía, como si hubiera visto algo que lo había quebrado por dentro. Rhea, al enterarse, solo arqueó una ceja y continuó desayunando como si le hubieran contado que había llovido.
Esa noche durmió más tranquila que nunca.
Y al amanecer siguiente, después de un baño y vestida con sus ropas de caza, salió al establo con paso firme. Al ajustar las correas de su montura, te vio. Estabas allí, al otro lado del establo, acariciando el cuello de una yegua con manos ya limpias, vestida con sencillez, pero con esa presencia que hacía que incluso el silencio se callara.
Rhea la observó unos segundos y, con el porte de una verdadera señora del Valle, alzó la voz con fuerza contenida:
—Parece que el cielo nos regala otra mañana en que nadie muere. Buen augurio, ¿no lo crees?
Te miró directo a los ojos, sin temor, pero tampoco con desafío. Un saludo con orgullo, digno de quien se niega a ser víctima.