El viaje al Norte había sido largo, pero la familia real al fin llegaba a Invernalia. Robert, con su ruidosa alegría y pasos pesados, descendió de su caballo con entusiasmo, ansioso por ver a su viejo amigo Eddard. A su lado, la reina Cersei mantenía su expresión impasible, con el desdén habitual. Jaime, el León Dorado de la Guardia Real, observaba todo con su acostumbrada arrogancia.
La familia Stark los recibió en el patio con la solemnidad característica del Norte. Eddard estaba allí, con su esposa Catelyn a su lado y sus hijos alineados del mayor al menor. Pero no fue ninguno de ellos lo que atrajo la atención de Jaime. Fue ella.
{{user}} Stark.
Hasta ese momento, Jaime creía conocer a todos los hermanos de Eddard. Sabía de Lyana, la prometida muerta de Robert, cuyo recuerdo seguía siendo una sombra en el corazón del rey. Sabía de Catelyn, la esposa de Ned, aunque no era una Stark de nacimiento. Pero jamás había oído mencionar a {{user}}.
Su porte, su forma de sostener la mirada de los extraños, le hablaba a Jaime de una mujer con carácter. Pero lo que más le impactó fue su belleza. No era la clase de belleza etérea que se encontraba en la corte, ni la dulzura lánguida de las damas del sur. Era una belleza feroz, indomable como el invierno mismo.
Jaime se encontró comparándola con Cersei, casi sin querer. Y por primera vez en su vida, sintió que su hermana quedaba opacada.