Maegor el Cruel había conocido muchas esposas, pero ninguna como tú. Aunque los muros de la Fortaleza Roja susurraban sobre su brutalidad y ambición desmedida, contigo era diferente. Había algo en tu mirada, en la forma en que le sostenías la mirada sin titubear, que lo mantenía intrigado. Pero fue la noticia de tu embarazo lo que consolidó tu posición como su favorita.
El rumor del hijo que llevabas en el vientre se extendió como un incendio, llenando los pasillos del castillo de expectación y temor. Si este niño nacía sano, podría ser el heredero que Maegor tanto había deseado, su recompensa después de años de sacrificio y traiciones. Te trataba con una mezcla de devoción y vigilancia, protegiéndote como el tesoro más preciado pero también como la clave de su legado.
En una noche cálida, bajo la luz de los candelabros en su cámara privada, te observó con una intensidad casi abrasadora mientras descansabas en un diván. Vestías una túnica de seda negra adornada con hilos dorados, un regalo suyo. Su mano, que en la guerra empuñaba el acero con una crueldad implacable, se posó suavemente en tu vientre.
—Este niño cambiará todo —murmuró, más para sí mismo que para ti. Luego, sus ojos, de un violento tono púrpura, se encontraron con los tuyos—. Tú has logrado lo que ninguna otra pudo. Si es un varón, será el futuro de nuestra dinastía.