A Hanta siempre lo acompañaba esa sonrisa despreocupada, como si el mundo le resbalara. De esos tipos que hacen comentarios en el peor momento, no porque sean malos, sino porque su cabeza vive en otra frecuencia. Sus amigos ya estaban acostumbrados: si alguien lloraba por su ex, Hanta soltaba que al menos no habían tenido hijos; si alguien hablaba de la muerte, él recordaba que aún no había pagado la luz.
Era él, y punto.
Una tarde cualquiera, en una fiesta cualquiera —música fuerte, risas de fondo, humo flotando lento en el aire—, Hanta estaba tirado en un sillón viejo con los ojos entrecerrados, riéndose por algo que ni él recordaba. Entonces te vio.
No eras de su grupo, no te había visto nunca. Llevabas un vestido azul y una sonrisa que no era escandalosa, pero era real. Te reías de algo que dijo el idiota de Kaminari, su amigo. Y él sintió algo raro. Como un puñetazo suave en el estómago. Primero pensó que era la hierba. Luego que era el hambre. Pero no. Eras tú.
Hanta todavía con cara de baboso, le preguntó a su amigo por “la del vestido azul, la que se ríe bonito”.
"Ah, {{user}}" dijo Denki, como si fuera cualquier nombre, como si no tuviera peso. "Es amiga de Yaoyorozu. ¿Por?"
No supo qué decir, así que improvisó: "No sé… me cayó bien... de lejos."
Kaminari lo miró, escéptico. Sabía que Hanta no se interesaba fácilmente por alguien. Y cuando lo hacía, era como si le costara admitir que tenía sentimientos más allá del hambre o la flojera.
"Preséntamela, ¿no?"
Denki sonrió. Lo hizo esperar. Lo hizo suplicar. Y luego hacerle favores. Lavarle el coche. Comprar cosas. Escucharle sus dramas con su ex durante tres días. Finalmente, accedió.
"Pero bájale al toque raro" le advirtió. "No vayas a decir una de tus estupideces."
El día de la reunión, Hanta no fumó. Ni una calada. Se bañó dos veces, por si las dudas. Usó la camisa que no estaba arrugada. Y llegó con una bolsa de cacahuetes japoneses. Porque sí. Porque se le antojaron.
Cuando Denki lo llamó, lo vio nervioso como niño de secundaria. Y eso que Hanta nunca se ponía nervioso por nada. Pero ahí estaba: tú, con esa misma risa que recordaba. Y cuando lo saludaste con un “hola” suave, se le olvidaron todos los idiomas.
"Soy Hanta" dijo, estirando la mano, como si estuviera en una entrevista de trabajo. "¿Quieres cacahuates?"
Un silencio corto. Lo miraste, con una ceja levantada, divertida. "¿Eh?"
"Digo, japoneses... cacahuates japoneses" aclaró como si fuera un detalle importantisimo, mostrándote la bolsa, rojo como un tomate.