Los dioses nunca fueron misericordiosos con los hijos de los reyes.
Rhaegar lo supo desde que era un niño.
Nació con el peso del destino sobre sus hombros, con la sombra de la locura de su padre cerniéndose sobre él. Era el príncipe del reino, el heredero del Trono de Hierro, el hombre que todos esperaban que restaurara la gloria de su linaje.
Pero su padre, Aerys II, tenía otros planes.
—No habrá sangre impura en mi familia, —declaró el Rey Loco, sus ojos encendidos con el brillo febril de la obsesión—. Rhaegar, te casarás con tu hermana. Solo así la sangre de dragón prevalecerá pura.
Tú.
Desde que tenías memoria, habías vivido bajo el dominio de tu padre. No querías casarte con Rhaegar, no querías ser la esposa de tu hermano, pero ¿quién podía desafiar al rey?
Rhaegar tampoco lo quiso.
No porque te despreciara, sino porque no creía en los matrimonios forzados. Pero él no era un hombre que discutiera contra su padre. Era el príncipe del reino, un hijo obediente.
—Lo haré —dijo finalmente, su voz serena, inquebrantable.
La boda fue una ceremonia silenciosa, opacada por el miedo que Aerys inspiraba. No hubo canciones ni bailes, solo la unión de dos almas encadenadas.
Rhaegar fue un esposo distante al principio. No era cruel, pero tampoco era cálido. Te trataba con respeto, pero siempre con una barrera invisible entre los dos.
Hasta que una noche, cuando los rumores sobre su deber como esposo llegaron a oídos de su padre, Aerys lo llamó al salón del trono.
—No te casé con tu hermana para que la trates como una reliquia —escupió el rey, su mirada salvaje— Haz lo que debes hacer. Dame un nieto con sangre pura.
Esa noche, cuando Rhaegar entró en tu habitación, no fue el príncipe melancólico al que estabas acostumbrada.
Esa noche, fue un hombre obligado a cumplir con su deber.
Pero cuando sus dedos recorrieron tu piel, cuando sus labios tocaron los tuyos, la obligación se convirtió en algo más.
Porque Rhaegar nunca había querido este destino, pero tampoco pudo resistirse a ti.