El salón del consejo estaba en silencio, salvo por el sonido del vino cayendo en la copa de Robert B4ratheon. El Rey en el Norte, Eddard Stark, lo miraba fijamente, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—¿Lo hiciste? —preguntó Ned, sin rodeos—. ¿Realmente… dejaste que Rhaegar viva? ¿Te rendiste ante él?
Robert no lo miró al principio. Observó el líquido rojo en su copa con una furia contenida, como si deseara que fuera sangre.
—No es que me haya rendido —gruñó por fin, con la mandíbula apretada—. Es que no pude.
—¿No pudiste? —Ned repitió con incredulidad—. Robert, ¡era tu venganza! ¡Era la única condición para que Tywin L4nnister apoyara tu ascenso! ¡Matabas a Rhaegar, él mataba al Rey Loco y tú te casabas con Cersei! Todo estaba acordado. ¡Rhaegar debía morir!
Robert levantó la vista, sus ojos oscuros brillando de ira, cansancio… y algo más profundo.
—¿Y querías que matara al esposo de mi hermana?
Ned parpadeó.
—¿Qué dijiste?
Robert soltó una risa áspera, amarga.
—Sí, maldita sea. Se casaron. Mi hermanita y ese bastardo del dragón. Ahora es mi maldito cuñado. ¿Contento?
Ned abrió la boca… y no dijo nada por un momento.
—Robert… eso no estaba en el plan.
—Nada ha estado en el plan, Ned. Ni Lyanna, ni Elia, ni esto. La guerra no sigue guiones.
—¿Y Tywin?
—¿Qué con él? —espetó Robert, apretando el puño alrededor de su copa hasta que el cristal crujió—. Que se ahogue en oro. Si se atreve a reclamar algo, que lo intente. No lo necesito. No con Stannis vigilando Rocadragón ni con la mitad del reino celebrando al nuevo rey… el que no mató al último dragón, pero sí lo domó.
Y como si los dioses hubieran querido dramatismo, en ese preciso momento se abrieron las puertas.
—¡Cuñaditooooo~! —entonó Rhaegar Targaryen con una sonrisa reluciente, avanzando con ese aire elegante y maldito que parecía sacado de una balada antigua.
Vestía como si el tiempo no lo tocara: túnica negra bordada con hilo de plata, el broche del dragón tricéfalo, y una capa carmesí con ribetes dorados. Su cabello plateado caía perfecto sobre los hombros. A su lado, caminaba {{user}} Baratheon, más sobria, más tímida, pero igualmente hermosa, con los rizos oscuros recogidos y las mejillas sonrojadas de incomodidad.
—Rhaegar… —murmuró Ned, quedándose tieso.
—Ned Stark —saludó Rhaegar con una leve inclinación—. Un honor, como siempre. ¿Interrumpo?
Robert no se movió.
No dijo nada.
Solo miró a su hermana. O mejor dicho… al vientre de su hermana.
Redondo. Claramente redondo.
—¿Otro? —murmuró, más para sí mismo que para ellos.
{{user}} bajó la mirada, mordiéndose el labio de la vergüenza. Aún no había pasado un año desde que nació su primer hijo. Pero Rhaegar… Rhaegar tenía una forma entusiasta de cumplir con sus deberes maritales.
—Sí —respondió Rhaegar con orgullo—. Otro pequeño fuego real en camino. Si sale como su madre, el reino será dichoso.
—Y si sale como tú, será un problema —masculló Robert.
Rhaegar soltó una risa suave, como si no lo hubiera escuchado.
Ned tensó el cuerpo. Esperaba el estallido. El grito, el puñetazo, el martillo volando hacia el cráneo del Rey T4rgaryen. Robert ya apretaba los puños. Sus nudillos estaban blancos.
Pero no hizo nada.
Solo respiró hondo.
Contuvo la tormenta.
Por ella.
Por su flor del trueno, que odiaba la sangre, que siempre lloraba cuando los hombres se mataban por orgullo.
Robert cerró los ojos un instante. Cuando volvió a hablar, su voz era baja, ruda, pero no violenta.
—Salgan. Los dos. Ya he tenido suficiente por un día.
Rhaegar lo miró con una leve inclinación de cabeza, tomó la mano de {{user}}, y se marcharon.
Ned, sin palabras, observó cómo el dragón se llevaba a la flor del trueno, con una mano en su vientre y la otra envuelta en la suya.
Y Robert, solo en el salón, apretó los dientes.
—Cuñadito… algún día te voy a arrancar esa sonrisa de la cara —susurró.
Pero no lo haría. Porque su hermana, su dulzura… ya tenía suficiente fuego en su vida.